viernes, 12 de noviembre de 2010

"El Corazón de Urokabameel" (En proceso de escritura)

     Capitulo nº 1

“La Ascensión del Mal”



La nevisca golpeaba con fuerza al tórrido paisaje montañoso de los Balcanes y un gélido aire recorría los escarpados valles como un ente maligno castigando a todo aquel ser vivo que quisiera desafiarlo.
Era el invierno número cuatrociento treinta y seis después del nacimiento de nuestro Señor Jesús Cristo.
En el interior de los miles de valles que poseía el inhóspito territorio de los montes Cárpatos, se erigía con cierta fastuosidad el reino Târgu; el cual se alzaba a orillas del río Mures que recorría con furia atronadora todo el territorio. El reino estaba regido por un benévolo, afable, justo  y muy querido rey llamado Víktor, Descendiente de linaje Tracio, dirigía los destinos de sus súbditos con muy buen criterio y siempre regido por los sagrados preceptos de las santas escrituras.
Acostumbrado a los crudos inviernos y utilizando su buen sentido común, Viktor logró que sus súbditos tomaran conciencia de lo promisoria y sencilla que podría hacerse la vida si todos trabajaban por un fin en común; por lo que los aldeanos trabajaban en conjunto, sin envidias y pensando que el bien de todos sería, a fin de cuentas, el bien de cada uno. El devoto monarca consiguió, no sin esfuerzo, que su reino prosperara a pasos agigantados en comparación con sus vecinos.
Todo ese avance más la creación de una moneda local llamó la atención del imperio Bizantino. Imperio que con el tiempo había llegado a gobernar y dirigir los destinos de todos los pueblos y ciudades en los Balcanes.
Con el rey Víktor, el emperador Teodosio II tenía un encono muy especial. Jamás desde su ascensión al poder logró doblegarlo. Intentó una y miles de artimañas pero ninguna de ellas alcanzó sus objetivos; hasta llegó a la bajeza de enviarle hermosas mujeres para seducirlo y luego traicionarlo. Pero a decir verdad ninguno de estos artilugios hizo mella en la férrea personalidad de Víktor. Incluso. En un ataque de desesperación para hacerse del territorio de Víktor, envió como embajadora a su propia hermana menor: Aurelia; una bella mujer cuyol nombre era el mismo de su abuela.
Aurelia llegó desde la capital del imperio, un día en los comienzos de aquel helado invierno, seguida por su séquito personal. La hermana del emperador se presentó con toda la diplomacia que ameritaba el momento. Como era su costumbre cuando llegaban visitas de semejante envergadura, Víktor la agasajó como su investidura lo merecía y le obsequió una de las mejores y más reconfortables casas de su reino
En aquel desolado invierno del sigloV (D.C) las rutas de acceso al reino Târgu quedaron totalmente obstruidas por la intensa nieve caída. Con el aislamiento como personaje principal, Aurelia logró comprobar por sí misma la forma en que Víktor había conscientizado a su gente. Fue en ese crudo y desolado invierno que la hermana menor del emperador bizantino comprendió él por qué de la negativa de Víktor a acceder a los ininterrumpidos pedidos de su hermano.
Mi pueblo está por sobre todas mis cosas. Llegó a decirle a Aurelia, en una de las tantas cenas que pudieron compartir juntos.
El consejero y amigo personal de Viktor, Grömlin,  veía con ojos desconfiados los acercamientos de Aurelia para con su rey.
Grömlin era un druida venido desde el territorio de las Galias. Maestro en el arte de la alquimia, obtuvo el beneplácito de Víktor; por lo que lo acogió como a tantos otros, desoyendo aún la voz autorizada del obispo Vasile.
¿Por qué negarle el ingreso a nuestro reino? Le preguntó Viktor al obispo en una de las tantas discusiones que sabían tener.
Porque es un pagano respondió en tono inquisidor el obispo—, y como tal no sabemos cuál es su intención para con nosotros.
Víktor haciendo oídos sordos, como tantas veces lo había hecho, sólo le preguntó:
¿Qué dicen nuestras santas escrituras con respecto a nuestros semejantes?
¿Y qué explican sobre las creencias paganas? Replicó con inquina el obispo.
Yo lo veo más como a un semejante que cómo un pagano. Le respondió, y cansado de discutir el tema lo dio por terminado.
Así fue que por compasión y por poseer una mente abierta, Víktor aceptó el ingreso a su reino del druida Grömlin. El tiempo y los actos le dieron la razón al rey y con el paso de los meses, se fue acercando al druida llegando éste a ser su más cercano amigo y confidente. Mucho más de lo que le hubiera gustado al obispo Vasile.
El gélido y crudo invierno pasó como tantas veces lo había hecho. El torrentoso río Mures que recorría por toda la extensión del reino se veía casi desbordado debido al incremento de su caudal a causa de los deshielos que comenzaban a hacerse presente.
Con muchos días para estar dentro de las acogedoras moradas, el tiempo sólo hizo su trabajo. Fue en ese invierno donde los lazos entre Víktor y Aurelia se fueron acortando.
Con el advenimiento de la primavera Víktor le informó a Grömlin primero y después al obispo, la seria intención de contraer matrimonio con la bella Aurelia.
Al escuchar la noticia el obispo vio con muy buenos ojos ese acto, aduciendo que esa unión los favorecería ante la mirada del emperador. Pero, por otro lado, y luego de haber consultado a su oráculo, Grömlin le sugirió no hacerlo.
Tú eres mi mano derecha Le dijo en esa oportunidad Víktor, al druida. Tú eres mi mejor amigo y por tal motivo quiero que en este momento no confíes en tu oráculo y sí lo hagas en mi corazón.
Pero mi oráculo jamás me ha fallado.
Mi corazón tampoco. Le replicó, al tiempo que le apoyaba su mano derecha sobre el hombro.
Así fue que con la llegada del verano Víktor contrajo sus primeras nupcias con la hermosa Aurelia.
En la multitudinaria boda estuvieron todos; desde el aldeano más pobre hasta el mismísimo emperador Bizantino, hermano de sangre de la novia.
Durante los festejos, con la música de fondo y con los bailarines haciendo las delicias de todos los presentes, Grömlin observó con curiosidad intranquila, como el obispo Vasile no se alejaba ni un ápice del emperador. Sus diálogos cercanos y sus risas socarronas hacían que la desconfianza rondara persistentemente por su cabeza; pues algo le decía que allí, en ese momento y en los mismísimos patios del reino de Víktor, algo turbio se estaba gestando. Cómo ese no era el momento más apropiado para darle una noticia de semejante tamaño al novio rey y cómo ya lo habían hablado anteriormente Grömlin decidió callar y que el tiempo con su tiranía y constancia hiciera el resto. Por tal motivo viendo la felicidad que embargaba a su amigo y la alegría que desbordaba su pueblo el druida, decidió unirse nuevamente al jolgorio y dejarse llevar por las circunstancias.
Al año siguiente de aquel pomposo festejo Aurelia dio a luz al hijo de Víktor. La noticia de ese acontecimiento recorrió los Balcanes de la misma forma que el torrentoso río Mures recorre el reino Târgu. Como toda noticia importante llega a los oídos de todos y ésa no fue la excepción, pues al poco tiempo de saberse la buena nueva el emperador Teodosio II se regodeó con la noticia en su trono; y como ya lo tenía planeado envió a su cónsul para darles las felicitaciones del caso.
El emisario del imperio llegó acompañado de un pequeño escuadrón y fue recibido por el propio obispo. Vasile regodeándose lo acompañó hasta el recinto real y ahí fue donde Grömlin se dio cuenta que el tiempo había hecho su miserable trabajo.
Mientras el obispo presentaba al cónsul, el druida atendía del niño y de su madre. Su tarea no le permitió acercarse por lo que tuvo que observar todo a cierta distancia. Lo que tan sólo logró ver, fue cómo Víktor mientras vituperaba ampulosamente con señas muy concretas y definidas echaba del recinto al obispo y al enviado del emperador.
Literalmente expulsado del reino Târgu, el cónsul emprendió su rápido regreso al imperio; a la vez que en el recinto real Víktor se quedó con el rostro desencajado y derrochando improperios sobre la figura del emperador.
¿Qué sucede esposo mío? Le preguntó Aurelia acercándose a su encolerizado marido.
Tu hermano, cree que porque mi hijo lleva, en parte, su misma sangre tiene el derecho a ordenarme qué hacer. Le respondió Viktor con su rostro enrojecido por la ira.
Grömlin, meciendo maternalmente al niño escuchó desde la distancia la pregunta de Aurelia:
¿Qué te ha pedido mi hermano?
Que ahora que nuestros linajes se han fusionado es hora que me una a su imperio.
El druida miraba la escena desde la distancia y sus ojos se posaron en el obispo cuando éste ingresó a increpar a Víktor por la actitud descortés que había tenido con el enviado del emperador.
¡Creo que es justo lo que nos proponen! Dijo en tono severo el obispo.
Luego de esa opinión, Grömlin recorrió el maravilloso recinto con su mirada y se detuvo sobre su enojado rey.
¿Tú crees que es justo? le replicó Víktor. ¿Tú crees que es justo que el esfuerzo de mi gente engrosen las arcas del emperador? ¿Tú crees que es justo que nuestro sacrificio de décadas los beneficie a ellos? ¿Tú crees que es justo que debamos pedir permiso para realizar nuestros actos cotidianos en nuestra propia tierra? ¿Tú crees justo todo eso y quién sabe que más?
Pero cuando el obispo intentó responder a tamaña pregunta, Grömlin vio como Víktor le preguntaba a su esposa Aurelia:
¿Tú crees que todo eso es justo para mi pueblo, que es ahora el tuyo?
Esposo mío dijo Aurelia en tono dulce pero firme. Te conozco como nadie te ha conocido; sé de ti cosas que nadie sabe; sé de tus valores, de tus pensamientos, de tus pesares y conozco hasta como reacciona tu corazón. Por ese motivo, creo que lo que has decidido hoy ha sido lo correcto. Tu gente te aprecia y tú a ellos. Por eso nadie debe sufrir ni padecer por las exigencias de mí atribulado hermano.
Las palabras cálidas y de apoyo de Aurelia sosegaron los ánimos de Víktor, pero sin poder disimularlos éstos arreciaron sobre los del obispo. Grömlin vio, desde su lugar en el recinto, como en silencio y rayando la descortesía, el obispo se retiraba mascullando bronca.
Esa noche, mientras el verano comenzaba a guarecerse tras la llegada del otoño y mientras que los árboles empezaban a teñir de dorado sus copas; desplegando debajo de ellos la tradicional alfombra de hojas, Grömlin se acercó a su rey y casi como un hermano le dijo:
Debemos esperar represalias.
Mirando como el diáfano y despejado cielo comenzaba a cubrirse de estrellas, Víktor con voz tranquila, respondió:
Creo lo mismo.
Cómo si todo ya hubiera estado orquestado las intenciones del emperador Teodosio II no se hicieron esperar; todo lo contrario.
Una semana después de aquella negativa para con el emperador, una comitiva enviada por éste último llegó rauda a las puertas del reino Târgu. El obispo Vasile los recibió con su ilusoria personalidad, les pidió que lo siguieran y cadenciosamente los guió hacia la sala donde Víktor se encontraba apoltronado en su ampuloso, pero sobrio trono. Éste miró a su esposa y con un ademán los invitó a pasar.
¿A qué se debe tan agradable y estimada visita? preguntó Víktor a los emisarios.
Son mensajeros del imperio. Respondió con premura el obispo.
Ya me di cuenta. Le espetó con fastidio y haciendo un ademán le ordenó al nuncio que se colocara a un costado de las visitas.
Traen un mensaje del emperador. Agregó el prelado haciendo caso omiso a la orden de su rey.
No sé para qué el emperador envía desde tan lejos a una enconmeable comitiva, si tú no les vas a dejar ni si quiera, pronunciar sus nombres. Espetó Víktor frunciendo su seño.
En ese instante Grömlin intuyó que algo pernicioso y poco propicio para el reino se estaba avecinando. Habiendo consultado su oráculo, la noche anterior, el druida sabía que esa visita presagiaba un mal augurio.
Víktor, que había hecho oídos sordos a los dichos de Grömlin, también lo presintió; fue por eso que en silencio tomó el pergamino que el emisario traía desde el imperio y lo leyó sin evidenciar expresión alguna.
Luego de unos minutos, que para la comitiva del emperador parecieron eternos, Víktor se pasó la mano por su mentón, respiró hondo, enrolló el pergamino, buscó con su mirada a su amigo Grömlin, tomó la mano de su esposa, acarició muy tiernamente la cabeza de su primogénito, carraspeó su garganta para que su voz se escuchara nítida y firme, miró fijamente a los mensajeros y les dijo:
Quiero que les den las gracias al magnánimo emperador Teodosio II. Exprésenle la algarabía que me embarga a mí y a mi pueblo por el regalo que está deseoso de darnos.
Ante la mirada azorada de los enviados del imperio, Víktor continuó diciendo:
Exprésenle también el placer que tendrán mis generales y yo en recibir al poderoso ejército que con tanta premura ha puesto en camino hacia mi reino. Espero no ser descortés y recibirlos cómo realmente se merecen.
El obispo turbado por todo ese prolegómeno intentó interceder, pero Aurelia lo interrumpió diciéndole con voz suave pero firme:
—¡Ya has escuchado a tu rey!
Teniendo la respuesta de Víktor, los emisarios con amabilidad comenzaron a retirarse.
—¡No! No se retiren todavía les dijo en tono afable Víktor y ante la sorpresa de todos, y en especial la del obispo, agregó. Coman y descansen el viaje de regreso es largo y tedioso.
Y haciendo que sus sirvientes se acercaran les ordenó guiarlos a la sala contigua para que éstos les sirvieran una opípara comida. En ese preciso instante el obispo no aguantó más y se paró al frente de su rey.
Con la autoridad que me confiere mi investidura exijo una explicación de lo aquí ocurrido.
Soy el rey respondió Viktor. Y mi investidura me exige velar por mi gente. agregó en tono serio y adusto.
Pero arrastras a tu gente a una guerra.
¿Quién dijo que habrá guerra? Se preguntó en tono casi irónico Víktor.
Tus palabras y tus actitudes lo dicen.
La decisión ya está tomada. Dijo en tono severo Víktor culminando así la discusión y haciendo un ademán con su mano derecha le ordenó al prelado retirarse de la sala.
Mientras éste se iba mascullando ira, Grömlin se acercó a la pareja real y con el tono parsimonioso que los tenía acostumbrados les dijo:
Deberás preparar tus ejércitos.
Ya está hecho. Respondió Viktor.
¿Valdrá la pena?
Yo soy mi gente y ellos son como yo. Yo pienso como ellos y ellos piensan igual que yo. Ellos son mis aldeanos y yo su rey. Y ellos son mis reyes como yo su aldeano.
Pero habrá muertos. Aseveró Aurelia; quien hasta ese momento no había participado de la conversación y se había mantenido callada.
Los muertos no son tales si la causa es justa le respondió su marido. Y los muertos no han de ser los que luchen ante la tiranía y la opresión agregó en tono rotundo Víktor.
Desde ese día y los dos siguientes años, las batallas entre el reino Târgu y el imperio Bizantino se libraron en sangrientas contiendas. Teodosio II jamás comprendió como sus fuerzas, muy superiores, eran una y otra vez repelidas cada vez que intentaban una nueva arremetida.
Teniendo un estudio cabal de la topografía de su terruño, habiendo estudiado minuciosamente el accionar de su enemigo y si a esto le agregamos la fuerza moral de sus aldeanos, devenidos en guerreros, hacían que el ejército de Víktor sea un oponente de fuste y un férreo contrincante.
Desgastados moral y estratégicamente, con la economía del imperio decayendo estrepitosamente, al comienzo del tercer año Teodosio II decidió dejar de lado su orgullo y abandonó la empresa. Fue para aquellos años que una frágil y relativa tregua comenzó a reinar nuevamente en la zona balcánica de los montes Cárpatos.
Las derrotas del emperador Bizantino a manos de las huestes del rey Víktor fueron motivo de canciones y cuentos fabulosos. Hombres y mujeres les contaban a sus descendientes las acciones heroicas que su rey había tenido en batalla. Fortificados por el triunfo los habitantes del reino llegaron a adorar a su rey y haciendo esfuerzos sobrehumanos lograron poner nuevamente, al reino Târgu a la vanguardia del adelanto económico. Lentamente pero a paso sostenido la fastuosidad del reino comenzó a estar en un nivel mucho mayor que antes de la guerra con el imperio. Parecía que sus pobladores habían entendido que esa sería la forma de protegerse ante un nuevo desafío del emperador. Víktor puso hincapié, en esos prósperos días, en arengar a su pueblo para que lleve una vida signada por la cultura del trabajo físico y mental. Ya que siempre que podía les decía: “el trabajo te da prosperidad y lujos palaciegos pero la cultura mental te acerca mucho más a Dios y te da una clara ventaja con respecto a los que no la poseen”.
Habiendo logrado que su gente interpretara con buen criterio esa frase; Víktor comenzó a crear un reino muy rico en lo económico y en lo social, y por su puesto en lo bélico. Pero cómo todo lo bueno tiende a desaparecer; para el año cuatrocientos cuarenta y cinco, y en el mismo día del octavo cumpleaños de su primogénito, el príncipe Adrián, una comitiva del imperio se hizo nuevamente presente.
A pesar de sus sospechas de que no traerían nada bueno para ellos, Víktor los recibió con la cortesía que siempre lo distinguió. Les dio la bienvenida y los invitó a sumarse a los festejos; para luego, Víktor creyó oportuno, acompañarlos a una sala contigua.
Aurelia desde su puesto de madre devota vio como su marido se retiraba de la fiesta secundado por Grömlin, el obispo Vasile y seguido muy de cerca el contingente venido del imperio. Al cabo de un poco más de dos horas, Aurelia los vio salir de la habitación; también observó con intranquilidad cómo el obispo caminaba nerviosamente a la par de la comitiva. Mientras que su esposo y su amigo el druida, se unían nuevamente a los festejos.
Fue en ese preciso instante que Aurelia, con respeto y discreción se acercó a su marido y le preguntó:
¿Qué está sucediendo?
Tu hermano nos está pidiendo ayuda.
Sin entender de lo que su esposo estaba hablando Aurelia volvió a cuestionar:
¿A qué se debe este cambio de actitud entre ustedes?
Los bárbaros al mando de un tal Bleda ya tomaron tres ciudades del imperio.
¿Y eso qué tiene que ver con nosotros?
Que ese ejército está a tan sólo dos semanas de la ciudad imperial de Drackon.
Sigo sin entender...
Teodosio, tu hermano, nos pide que ayudemos a esa gente
 trató de explicar Viktor—. El ejército de Bleda es por demás sanguinario y despiadado. Se dice que por donde pasan sus caballos el pasto jamás vuelve a brotar.
¿Y pretendes llevar a tu gente a una batalla contra semejante enemigo?
Lo que sucede, y tú no entiendes mi querida; es que tarde o temprano lo deberemos hacer.
Perdón por mi necedad, le explicó su esposa pero sigo sin comprender.
Si Drackon cae en manos de Bleda, lo que sigue en su camino en nuestro reino.
¿¡Cómo!?
Sí, mí bella esposa, así es. Los espías del imperio han traído esa información y por consiguiente mi deseo es que si me tengo que enfrentar a esas hordas, lo quiero hacer lo más lejos de mi tierra.
La noche transcurrió con sensaciones encontradas. Por un lado la algarabía del príncipe Adrián, que corría alegremente por todo el palacio; y por el otro, la sombra del tal Bleda que con el paso de las horas se hacía cada vez más y más grande. En las afuera del reino, cerca de la entrada principal el obispo despedía a la comitiva y les juraba que iba hacer lo que fuera necesario para que todo saliese cómo debiera salir.
El día siguiente fue muy convulsionado. Los soldados iban y venían preparando todos los pertrechos para el viaje hacia la ciudad imperial. Los generales tenían extensas charlas con su rey; el obispo recorría uno a uno los batallones rezando y pidiendo a Dios todopoderoso que los guíe con “bien” en sus contiendas. Grömlin por su parte consultaba intensamente con su oráculo y que vaticinaba una buena pero no fácil victoria, pero algo confuso y oscuro no le permitía ver con nitidez el final de esa aventura; pero a pesar de todo arengaba tanto a aldeanos como a soldados a apoyar a su rey.
Luego de dos extenuantes e intensos días de preparativos, el temido y bien pertrechado ejército del reino Târgu comenzó su marcha hacia Drackon, la ciudad que se encontraba sitiada por las hordas de Bleda.
Con su rey Víktor a la vanguardia y su amigo Grömlin a un costado el ejército comenzó a trasponer la entrada del reino. Para muchos de esos guerreros, ese sería su último paso por aquellas espléndidas puertas; por tal motivo muchos de los soldados de Víktor y hasta éste mismo, se dieron vuelta para dar una última mirada a su hogar. Mientras se perdían en la leganía. El reino, quedó gobernado interinamente por Aurelia la cual estaría apoyada por el obispo Vasile.
La marcha hacia Drackon se hizo a galope acelerado, miles de caballos llevaban en sus lomos a sus jinetes, otros centenares llevaban los pertrechos necesarios para una guerra y más atrás los escuderos, armeros y herreros cerraban fila yendo en apoyo de sus comandos.
Los mudos testigos de los montes Cárpatos parecían temblar bajo los cascos de los animales; los estandartes flameaban arreciados por la fría brisa y el otoño daba sus últimos estertores para darle paso al ya conocido y cruel invierno. A la semana de haber partido, los vigías que cabalgaban a la vanguardia de la formación, le trajeron la noticia a Viktor de que la ciudad Bizantina de Drackon se encontraba a la vista. Sin descansar, Víktor ordenó acelerar el paso y antes de que la noche los sorprendiese en el camino, su poderoso ejército llegó a las puertas de la populosa y pujante ciudad.
Allí fueron recibidos con alegría inusitada por Markos, el regente de la ciudad y a su vez general de los ejércitos que el imperio allí poseía.
La ciudad de Drackon se encontraba ubicada, pasando el corredor de los valles, al noreste del reino Târgu. Fue anexada por el padre de Teodosio II en décadas pasadas; por tal motivo su cultura y edificación tenía mucho que ver con la influencia Bizantina. Sus pobladores y soldados estaban tan contentos con todo, que eran totalmente fiel al emperador.
Markos su regente sabía perfectamente del problema que tenía a varios kilómetros de allí. Tenía el conocimiento cabal de lo sucedido en las otras ciudades, es más, eso lo movilizó a pedir ayuda a su emperador; pero jamás intuyó hasta verlo con sus propios ojos, que nada más y nada menos que Viktor un antiguo contrincante de batallas pasadas vendría en su ayuda.
Agradezco la premura que has tenido y honro tu decisión. Atinó a decir Markos al recibir a Viktor.
Dejo de lado las disputas pasadas para enfrentar un mal en común.
Sin más que decir, Markos lo invitó a su palacio. Mientras, en el interior de la ciudad, Grömlin acomodaba a sus hombres en lugares predeterminados por Markos.
Dentro del la grandilocuente sala principal, Marcos y Víktor conversaron largo y tendido de cómo enfrentar lo que por el este se les avecinaba. Dejando de lado viejas disputas, se concentraron en estudiar minuciosamente el modo que adoptarían para repeler tan sanguinario agresor. Ambos sabían que Bleda, el hermano de Atila, no dejaba sobrevivientes; también sabían que el general huno no dejaba nada a su paso; es más, ambos sabían que sólo las mujeres podrían quedar vivas, luego de una eventual derrota, aunque sumidas a una vida de esclavitud y desprecio. Por eso y tantos otros motivos, Markos y Víktor rápidamente se pusieron de acuerdo. Sólo que había un pequeño problema y no era menor. Todos y en especial Markos, quien ya había luchado contra las huestes de Víktor, sabía lo poderoso y bien entrenado que éste tenía a su ejército. Pero así y todo, sumado a sus legionarios, los hunos los superaban ampliamente en cien a uno.
Uno de los vigías de Markos los llegó a comparar con una plaga de langostas cuando ese ejército avanzaba.
—¡Nada queda en pie! Exclamó con voz temblorosa el vigía, al relatar lo que sus retinas habían visto.
Todo ejército por poderoso que sea o parezca tiene su talón de Aquiles. Dijo con parsimonia Víktor.
Éste no parece tenerlo. Aseveró Markos.
No te creas. Su punto débil está a simple vista. Agregó Víktor.
Ante la sorpresa de todos los presentes por esos dichos, Grömlin sólo atinó a mirar con suspicacia a su rey y amigo. Fue entonces donde el druida y los demás oyeron a Markos preguntar:
¿¡Cómo que a simple vista!?
Así es. Su número es su debilidad.
Pero nos superan en cien a uno. Expresó casi exaltado Markos.
Justamente de eso hablo Comentó Víktor. Ese número les traerá problemas.
Sigo sin comprender.
Fue en ese momento que con total, absoluta y pasmosa tranquilidad, Víktor tomó una hoja de papel, se hizo alcanzar una pluma y con gran destreza dibujó un mapa del territorio que los rodeaba. Su acabado conocimiento del terreno lo favorecía ampliamente. Víktor  primero dibujó las montañas y los valles, luego le agregó los ríos y los cañones, por último situó casi con exactitud la posición de Drackon y la que tendría en esos momentos el ejército huno, luego de ello, dibujó casi con precisión la ruta que Bleda debería tomar para llegar a las puertas de Drackon. Habiendo terminado de hacer todo eso, levantó su mirada y observando a cada uno de los allí presente, con una cruz indicó dónde, según él, se debería desarrollar el combate.
El lugar apuntado por Víktor y observado por los demás era un angosto cañón, que sería paso obligado para las hordas de Bleda y desde dónde se las había visto por última vez haciendo base. Víktor calculó que su ruta no podría ser otra que por ese cañón. Al ver eso y el ímpetu que le ponía a sus palabras Markos cambió su sensación de perdedor a una mucho más optimista; hasta llegó a pensar muy por dentro suyo que todo saldría bien. Pero de repente algo lo alertó.
—¡Hay un pequeño problema con ese cañón! Exclamó sobresaltado Markos.
¿¡Cuál es!? Se sorprendió Viktor.
Ese cañón tiene un paso que lo rodea totalmente y está a pocos kilómetros de su entrada explicó Markos y si Bleda lo encuentra podrá rodearnos y de seguro nos aniquilará.
Víktor tomó nuevamente el mapa, hizo que Markos le dibujara el lugar exacto donde se encontraba el paso, luego lo miró, se tomó el mentón, observó a su amigo Grömlin y luego de unos minutos dijo:
Aquí en este paso pondremos el grueso de tus legiones.
Pero debilitarás el frente. Comentó Markos.
Puede ser comentó Viktor pero si todo sale cómo lo planeo, el paso nos dará el triunfo.
Pero antes de que Markos dijera algo al respecto de la estrategia, uno de los legionarios ingresó raudamente a la sala diciendo:
—¡Venga mi señor, por favor venga rápido!
Markos y Víktor salieron detrás del soldado y al llegar a las puertas de la ciudad se toparon con un grupo de cinco guerreros hunos que venían montados en corpulentos caballos negros.
Cuando llegaron fueron recibidos personalmente por Markos y Víktor. Al ver el recibimiento el huno que traía el estandarte y que venía a la vanguardia, detuvo la marcha y desmontó.
El tamaño que ese soldado era tremendo. Ambos, debieron alzar sus miradas para mirarlo a los ojos. Desde atrás Grömlin vio que los otros cuatro eran igual de grandes. “¡Son enormes!”. Atinó a pensar para sus adentros.
Mi general Bleda, “el Señor de las estepas”, en un acto de caridad jamás pensada, les pide que se unan a sus filas y siendo así pensará en la forma que les salvará la vida.
Markos y Víktor se miraron entre sí, mucho no entendieron la soberbia de ese tal Bleda; pero así y todo Víktor le respondió:
Déjanos pensar.
Tienen hasta el amanecer.
Con todo mis respetos le dijo Víktor ¿Tú crees honestamente que semejante propuesta tiene una respuesta rápida? Danos un poco más de tiempo y te garantizo a ti y por consiguiente a tu magnánimo general, que tendrán una respuesta favorable para ambos bandos.
El enorme huno jamás esperó recibir una respuesta así, por eso con voz firme y terminante dijo:
Tienen dos días.
En una semana tu general tendría todo nuestro apoyo le comentó Víktor al huno, ante la perpleja mirada de Markos y la sonrisa cómplice de Grömlin. Déjame convencer a esta gente que un derramamiento de sangre no serviría de nada y te prometo que en una semana el ejército de tu comandante Bleda, “el Señor de las estepas”, caminará por estas tierras como amo y señor.
Abrumado por todo lo verborrágicamente dicho el emisario de Bleda dijo:
Cuatro días es lo máximo; sólo cuatro.
Víktor volvió a mirar a Markos y antes que éste tirara todo por la borda dijo:
Gracias, muchas gracias. En cuatro días los ejércitos del Señor Bleda pasearán por las bellas calles de nuestra ciudad y nosotros como sus anfitriones haremos que su estancia sea, por mucho, más que placentera.
Así sea. Dijo el enorme huno, al tiempo que montando su enorme caballo negro se retiró con lo ya pactado con Víktor.
¿¡Estás loco!? Recriminó Markos.
No. Todo lo contrario Le expresó Viktor a un azorado Markos. Teníamos hasta el amanecer cuando ellos llegaron; ahora tenemos cuatro días.
¿Y qué te hace suponer que esos bárbaros respetarán lo pactado?
Nada me lo hace suponer y menos cuando estoy frente a un bárbaro. Pero si son inteligentes, como creo que lo son, de seguro que ya han calculado nuestras fuerzas y apuesto a que saben que si presentamos batalla correrá mucha sangre de ambos bandos.
Pero igual no creo que ellos cumplan lo pactado.
Yo creo lo mismo Markos. Por eso debemos movilizarnos de inmediato.
Por esos supuestos motivos ese mismo día los dos ordenaron movilizar a sus respectivos ejércitos. Los espías partieron por detrás de los hunos para cerciorarse que éstos no adivinasen sus intenciones. Sin perder el más mínimo tiempo, los generales de cada uno de los batallones comenzaron a desplegar la estrategia antes conversada y estudiada.
El grueso del ejército de la ciudad se dirigió hacia el paso en cuestión; el resto, más el ejército de Víktor, comenzó a desandar su camino en dirección al cañón.
Los días pasaron como si fueran exiguos minutos. Al tercer día y cómo casi lo tenían previsto, el ejército huno al mando de Bleda comenzó su avance hacia la ciudad de Drackon.
Esa noche Grömlin consultó a su oráculo. Luego Víktor se le acercó y le preguntó:
¿Qué nos depara el destino?
Con ojos desorbitados y por más que se esforzó, no logró engañar a su amigo.
No es nada bueno ¿Verdad?  Preguntó Víktor.
No. No lo es. Días oscuros pesarán sobre ti.
Toda guerra trae oscuridad.
Esto es peor.
¿Qué puede ser peor que una guerra?
La traición. Dijo Grömlin con voz determinante.
Uno siempre esta expuesto a eso. Atinó a responder Víktor, suavizando así la predicción de su amigo.
Espero equivocarme. Agregó Grömlin sacándole un poco el peso que le había puesto sobre sus hombros.
Yo espero lo mismo dijo Víktor y apoyándole su mano en el hombro le comentó. Sé de tu fidelidad. Sé de tus buenos deseos para conmigo y mi gente. Pero quiero que sepas y que te quedes tranquilo, que todo marchará bien.
Eso espero. Terminó diciendo el druida. Al tiempo que aparecía Markos diciendo:
Ya estamos listos.
Aquí nos separamos. Le dijo Viktor a Grömlin.
Ni lo sueñes. Respondió éste y tomando su espada se alistó para partir junto a su rey.
Con el ejército en marcha los tres, Víktor, Markos y Grömlin, casi al unísono, se dieron vuelta y observaron la ciudad de Drackon. Todos, hasta el último de los escuderos, sabían que era muy posible que esa vez fuera la última.
Al llegar al cañón, el panorama visto por Víktor fue extremadamente alentador. Las laderas, el pasaje y su orografía alentaban decididamente, para bien, los planes de Víktor. Habiendo sugerido a sus generales y a los de Markos los lugares estratégicos y éstos, sin perder tiempo desplegaron la orden.
Los hombres estaban listos, los caballos preparados, los arqueros tomando posición, los escuderos y herreros listos y prestos a cualquier inconveniente, al tiempo que cada uno de sus generales estaban a la expectativa de la señal que Víktor daría.
Así fue que en esa mañana lluviosa, cuando uno de los tantos vigías desplegados por la zona, llegó con el aviso de la aproximación del ejército enemigo.
Sin perder tiempo Víktor arengó a su negro corcel y junto con Markos se asomaron fuera del cañón. La visión que éstos grabaron en sus ojos fue tremenda. En ese preciso momento tomaron real conciencia de aquel mote que los ejércitos de Bleda poseían. En aquel preciso instante se dieron cuenta que los dichos de los afortunados sobrevivientes de su avance no eran para nada exagerados. Más aún; en esa precisa ocasión pudieron constatar aquel dicho: “Donde pasa el ejército huno, nunca jamás crece el pasto”. Era realmente cierto.
Ambos, el rey Víktor y el regente Markos, cruzaron sus miradas y en sus caras se notó el rostro de la sorpresa. Sabían muy bien de las fuerzas con las que contaban. Jamás, como era su costumbre, desestimaron el poder del enemigo. Pero en esa lluviosa, fría y gris mañana, a escasos diez kilómetros de donde ellos estaban, la cruda realidad se hacía presente y allí fue donde, por vez primera, la idea de que sus soldados flaquearan recorrió sus mentes.
A paso cansino, como demostrando no tener apuro en comenzar la contienda, el ejército de Bleda avanzaba como lo hace la gangrena sobre la carne lacerada. Los soldados apostados sobre las primeras líneas de defensas fueron mudos testigos de cómo el horizonte se comenzaba a cubrir muy lentamente de soldados enemigos.
Haciendo un último intento para evitar la ya pronta confrontación; Víktor se acercó a uno de sus escuderos, tomó su estandarte real y arengando a su caballo se dirigió solitario hacia el propio frente enemigo. Del lado contrario observaron ese impensado movimiento y sorpresivamente el gigantesco ejército detuvo su implacable marcha.
El temblor en la tierra cesó, el murmullo pareció incrementarse. Víktor parado a mitad de camino, solo y a escasos dos mil metros de su colosal oponente, nada más tuvo que esperar unos pocos minutos.
Desde la primera línea de ataque se desprendió un reducido grupo de tres jinetes. Desde el cañón, al ver ese movimiento, la preocupación subió de tono. Conociendo el proceder de su amigo y para evitar que algo imprevisto surgiera, Grömlin pidió calma a todos sus guerreros.
En la pequeña depresión que hacía la planicie en esa parte del valle, Víktor vio como a paso lento, los tres jinetes se le pusieron al frente.
Mi deseo es poder tener una charla de caballeros con su magnánimo general. Dijo Víktor con su exclusiva y ya reconocida cortesía.
Somos sus mensajeros explicó uno de los jinetes. Lo que tú digas, nuestro señor Bleda lo sabrá agregó el segundo guerrero huno.
Víktor, escuchó las respuestas, se tomó unos segundos, los miró fijo y con el mismo tono que había comenzado la conversación agregó:
No quiero ser descortés, creo muy fervientemente que ustedes transmitirán mis dichos tal cual como yo os digo. Es más; creo que por su conducta y superioridad a los demás, su sabio y magnífico general les ha encomendado esta tarea. Pero por respeto a mi gente y enalteciendo a la suya, deseo que mi conversación sea cara a cara con su comandante.
De pronto y cómo si un poder místico se hubiera apoderado del huno que tenía al frente, se dio vuelta y dándole la espalda a Víktor pronunció muy escuetamente:
Tendrás lo que buscas.
Desde el cañón, todos advirtieron ese movimiento, Nadie supo en ese instante lo que estaba ocurriendo. Grömlin, por más que lo intentaba, no podía comprender cuál era la intención de su amigo. Desde esa distancia parecía que su amigo se enfrentaría solo a semejante fuerza y la tensión aumentó más aún cuando de la parte central de la línea enemiga, los movimientos se comenzaron a hacer cada vez más notorios.
Víktor, que no estaba ajeno a eso, vio como de la columna central los caballos comenzaban a moverse nerviosamente. Abriéndose y apartándose, como si se tratara de un ser divino, por el centro de dicho pasaje surgió la colosal figura de un enorme jinete. Víktor desde su solitario lugar vio como el jinete taconeaba las ancas de aquel tremendo animal; en silencio no podía salir de su asombro, al ver el tamaño físico que esos hombres poseían. A los pocos minutos, que parecieron horas, para las huestes de Víktor que desde el interior del cañón veían todo sin perder detalle. Víktor y Bleda, al fin, estuvieron cara a cara.
¿Tú querías hablar personalmente conmigo? Preguntó en su tosco dialecto Bleda.
Podría ser o podría no ser así. Espetó sin reparos Víktor.
El enorme guerrero no entendió lo que sus oídos escucharon. Sólo atinó a poner un rostro de sorpresa, más aún cuando Víktor mirándolo fijo y sin inmutarse le dijo:
Si eres el gran Bleda, es un orgullo para mí estar en este lugar.
¿Sí o no? Preguntó el huno.
Me enaltecería poder conversar con alguien que en vísperas de una sangrienta batalla, decide tener aunque más no sea, una escueta pero amigable plática con quién será su duro contrincante. Agregó Víktor, haciendo caso omiso a la pregunta de Bleda.
Pues bien, aquí me tienes. Soy Bleda y tu valentía me conmueve.
¿Así que usted es el legendario general huno? ¿Así que gracias a Dios tengo el agrado de estar frente a frente con la leyenda viviente del general que tan diestramente maneja los destinos de su ejército? El señor de las estepas, el general Bleda.
Así es. Ese soy yo.
Usted ha tenido la cortesía de enviarnos un mensaje alentador. Comenzó a decir Víktor.
Bleda no entendió mucho ese comentario, pero al igual escuchó.
Usted nos ha propuesto que nos unamos a sus huestes; por tal motivo le pido encarecidamente nos dé un poco más de tiempo para pensarlo.
Su tiempo ha terminado.
Nunca des por terminado algo que nunca empezó replicó ante la sorpresa del comandante huno. Te hago yo ahora una propuesta dijo Víktor sin dejarlo reaccionar a Bleda.
¿Cuál?
Te ofrezco con extrema amabilidad que tú te unas a mis filas espetó locuazmente Víktor, les ofrezco que sean mis súbditos y les garantizo total libertad para desplazarse dentro de mi reino.
Bleda no salía de su asombro. No podía entender cómo aquel rey de poca monta, que lo supo nombrar en noches anteriores de farra y alcohol, le estuviera haciendo semejante propuesta, encima frente a frente y a escasos minutos de una batalla. Víktor al ver la duda y la sorpresa de su oponente, lo apuró diciendo muy suelto de cuerpo:
¿Aceptas mi propuesta?
El enorme caballo se movió nervioso debajo de la silla de montar de Bleda; éste lo sosegó con sus riendas y respondió:
¿Crees que yo, el gran Bleda, abdicaría mi poder por un mísero terrón de tierra?
Así es.
Lo que menos me interesa es tu tierra. Yo deseo el mundo.
Y si quieres “el mundo” y defenestras “mi tierra”. ¿Por qué no la obvias y te retiras de ella?
Porque es parte del mundo y cómo tal, la deseo.
Pensándolo así tienes razón. Pero te quiero decir que el terrón de tierra que quieres conquistar es “MI MUNDO” y por tal motivo será defendido hasta la última gota de sangre. Agregó Viktor clavándole su intensa mirada a los ojos de Bleda.
¿Me estás amenazando?
Nada tan lejano a eso, mi señor Bleda. No lo estoy amenazando; jamás osaría hacer una cosa tan baja como esa —dijo Viktor, con total tranquilidad y control de la situación—, sólo le estoy proponiendo pasar por mis tierras y que su ejército no se debilite por la pérdida de sangre que habrá, si no acepta.
Bleda, enredado en la telaraña de palabras que Víktor, muy sutilmente, había tejido a su alrededor, desenfundó su lado más primitivo y con una voz casi de ultratumba le ordenó:
Basta de palabrerío barato. Te unes a mis legiones o asolaremos tus tierras de tal manera que ni el agua querrá caer sobre ellas.
Habiendo ganado preciosos minutos; habiendo permitido que en ese tiempo sus vigías calcularan casi con exactitud las fuerzas enemigas, habiendo visto cara a cara a su enemigo, y habiéndolo puesto nervioso al extremo, Víktor lo miró fijo a los ojos le clavó la mirada y le sugirió con vehemencia:
No sé, ni me interesa cómo y cuáles fueron tus actos pasados. No sé, ni me interesa cuanta gente murió por tus decisiones. No sé, ni tampoco me interesa cuántas tierras arrasaste. Lo que sí sé, es que si de esta conversación no sé llega a nada fructífero para ambos y en especial para mi reino, jamás te perdonarás haber equivocado tu criterio. Te doy sólo un par de días para que reflexiones cuáles  serán tus procederes a partir de ahora en más. Agregó Víktor con su pecho hinchando y mirada desafiante.
Al tiempo que sin dejarlo pensar tomó sus riendas y haciendo girar su caballo se retiró de la reunión; no sólo dándole la espalda, como si se tratara de un cualquiera, sino que se retiró dejándolo a Bleda solo en el medio del valle, como si éste fuera en realidad un don nadie.
Grömlin, junto a los demás fueron mudos y sordos testigos de aquella conversación. Nadie sólo Víktor y Bleda, supieron lo que en aquella reunión se dijo. Pero en el momento en que el rey Víktor llegó a su línea defensiva, el druida junto a Markos, corrieron hacia él para preguntarle casi al unísono lo que allí se había conversado. Víktor desmontando de su negro corcel y con la lentitud de palabras que los tenía ya acostumbrados, y lo que Bleda había padecido, dijo:
Prepárense para la batalla. La guerra acaba de comenzar.
Grömlin y Markos sabían que a eso habían ido pero la minúscula esperanza de evitar la contienda existió siempre; más aún, luego de aquella extensa conversación que Víktor había tenido con Bleda. Pero las cartas ya estaban echadas y nada hacía suponer que algo distinto estuviera por suceder.
La claridad del día comenzó a retirarse en aquella escarpada tierra. Los picos nevados dejaban ver como sus enormes y rústicas sombras comenzaban a devorarlo todo. En el extremo opuesto de valle y un poco más abajo que el ejército de Víktor, el enemigo comenzó a encender antorchas. El espectáculo que quería dejar ver Bleda, era de total superioridad. Y por momentos lo logró; pues desde las líneas defensivas se pudo apreciar cómo el horizonte todo, ardía cual tea infernal.
Teniendo ese demoníaco espectáculo frente a sus ojos, Víktor observó el terreno, miró cómo el cielo oscuro se despejaba para dar paso a las infinitas estrellas; y como si un halo de locura santa lo iluminara, se acercó a Markos, a Grömlin y les ordenó:
—¡Llamen a sus generales! Se me ocurrió algo cercano a la locura.
Mientras estos hacían caso a esa orden, Víktor incesantemente miraba las alturas y con cierto embelesamiento sacaba el exacto recorrido que el sol haría al amanecer.
¿De que se trata? Preguntó Markos, mientras regresaba con sus generales.
Debes enviar de regreso a uno de tus batallones.
¿Estás loco? Preguntó con sorpresa Markos, aduciendo que eso debilitaría su ejército.
Quizás sí o quizás no. Sólo de los locos se pueden esperar cosas inesperadas y arriesgadas.
¿Pero de qué se trata tu locura? Preguntó confiado Grömlin.
Víktor hizo un alto en su oratoria, tomó aire y con su clásica serena voz pero enérgica, les explicó:
Que el batallón que está apostado en la retaguardia, regrese a Drackon de inmediato y sin perder tiempo vuelva con todos los espejos que pueda cargar.
Ante el sorpresivo pedido, Markos, Grömlin y los generales quedaron absortos y mudos; pero haciendo caso omiso a esa circunstancia Víktor continuó explicando su plan:
Tienen toda la noche para hacerlo. Antes del amanecer los quiero a todos aquí. Agregó con energía y autoridad.
Sin más que decir y avalado por las buenas, pero a veces insanas determinaciones que Víktor tomaba en esos casos extremos, Markos ordenó al general a cargo del batallón de retaguardia que de inmediato partió de regreso hacia la ciudad Bizantina de Drackon.
En ese momento y cuando el batallón comenzó su partida, Grömlin aprovechó la ocación, se le acercó y en confidencia le preguntó:
¿Estás seguro de lo que haces?
No mi amigo, no lo estoy respondió Viktor—. Sólo la providencia de nuestro amado Dios hará que todo salga como lo planeo. Agregó mientras le apoyaba su mano sobre el hombro.
Mientras, en lo más profundo de los montes Cárpatos se estaba por desarrollar un cruento combate. A cientos de kilómetros de allí sin ideas de esos sucesos, o tal ves sí, dentro de la misteriosa y mística oscuridad de la selva negra, algunos movimientos extraños comenzaban a alterar la apacible vida de los aldeanos del lugar. La tranquilidad, cuasi pasmosa de la apacible villa llamada Brisgovia, se vio alterada por el paso de tres hermosas mujeres; que sensualidad mediante, atravesaron la villa montadas en sus enormes y lustrosos caballos grises.
En silencio y con la curiosidad como premisa, los aldeanos dejaban de lado su vida cotidiana para observar el paso de estas tres bellas doncellas que parecían montar en un estado de trance absoluto, ya que ninguna giró su cabeza o desvió su mirada, para ver y percatarse que toda la villa las estaba observando.
¿¡Quiénes son!? Preguntó un chiquillo a su madre.
¡Ssh! Recibió a modo de respuesta.
Esto no me gusta nada. Le comentó la anciana que tenía a su lado.
Mientras que los aldeanos veían sumidos en un silencio pasmoso cómo las tres bellas jinetes dejaban atrás al pueblo, ellas internaban por el camino que las llevaría a lo más recóndito y oscuro de la selva negra.
Graco, un adolescente de apenas dieciséis años, se encontraba junto a Gertrud, su hermana y Klose, su tío; buscando leña para poder así cocinar y pasar el invierno. Buscando ramas secas y troncos para hacer de ellos buenas brasas, los tres aldeanos caminaban sobre el espeso colchón de hojas que el otoño había dejado a su paso, ajenos a los sucesos de la villa. Al tiempo que las amarillentas hojas seguían desprendiéndose de las frondosas, pero aletargadas copas de los árboles que los rodeaban; como un espectro y a pocos metros de dónde ellos se encontraban un gamo se detuvo frente a un arbusto para saborear las últimas y dulces vallas color carmesí que éste poseía.
Klose, al momento, pensó: “Que buena presa para pasar algunos días”.
Por tal razón no dudó, ni siquiera un segundo, y tomando su arco que llevaba cruzado a sus espaldas, le colocó una flecha, tensó la cuerda,  le apuntó directamente al cuarto delantero del esbelto animal y cuando todo le hizo suponer que ya contaba con su presa; escuchó un chistido, exactamente igual al que emiten las lechuzas en las oscuras noches. Al percatarse de eso el nervioso animal se alertó y ante los ojos del aldeano el gamo furtivamente desapareció de la misma forma que había aparecido. Sin pensar en otra cosa que darle caza, Klose emprendió una loca carrera detrás del animal.
Graco y su hermana al darse cuenta de la situación, dejaron a un costado del camino la leña que habían recogido y corrieron tras su tío. La carrera fue rauda, pero silenciosa. El gamo corría por su vida entre los arbustos y árboles del bosque. Klose, gran conocedor de esos inhóspitos parajes, imitaba los cambios de dirección que el asustado animal hacía en su alocada carrera. Unos cuantos metros más atrás e intentando por todos los medios en darle alcance, sus sobrinos corrían casi sin aire en sus pulmones.
Habrían pasado unos cuantos minutos de esa ardua y vertiginosa carrera por la verde y tupida espesura del bosque, cuando Klose vio cómo el gamo se detenía sobre una pequeña depresión de tierra que se encontraba en esa parte de la selva negra.
Tratando de mimetizarse con el medio y manteniendo un silencio casi sepulcral, puso su pecho sobre la tierra y se arrastró cual serpiente. La cercanía que había logrado, entre él y el elegante animal, le permitió al germano poder ver con total nitidez el movimiento agitado del vientre del gamo; a la vez que podía escuchar la agitada y nerviosa respiración del mismo. Fue en ese instante, que parapetándose detrás de uno de los tantos troncos caídos que había en esa zona, Klose se arrodilló y en silencio tomó una flecha, la colocó nuevamente en su arco y tensó su cuerda. De pronto, y cómo una providencia divina, cuando la flecha salió disparada aquel anterior chistido volvió a oírse con igual intensidad haciendo que el temeroso y ágil animal emprendiera nuevamente la fuga; justo en el preciso momento que la flecha pasaba a escasos milímetros de su cuello. Maldiciendo por yerro se puso de pie y comenzó a correr detrás del animal. Pero cuando llegó al lugar donde el animal había estado detenido la sorpresa lo invadió; quedó paralizado, inmóvil.
La visión que el germano tuvo no le permitió seguir corriendo, al tiempo que detrás de él aparecieron sus sobrinos, y al verlo no dudaron en correr hacia donde él estaba. Al llegar presurosos, Klose sólo atinó a detenerlos y sin quitar la mirada de lo que tenía ante sus ojos, les pidió hacer silencio. Casi al unísono y cómo un acto reflejo, los tres aldeanos se arrodillaron, pusieron sus pechos sobre la tierra y observaron casi sin respirar lo que tenían ante sus ojos. Escuchando solamente sus propias respiraciones y sintiendo cada uno de ellos el latido de sus corazones acelerados; vieron en la profundidad que seguía después de la depresión, una extraña y populosa reunión.
En ese conclave, los tres germanos pudieron observar muy nítidamente cómo alrededor de una construcción muy parecida a  megalitos, se encontraba un grupo de seres místicos y mitológicos que le harían helar la sangre a cualquier mortal que osara verlos.
Klose y sus sobrinos pudieron divisar muy claramente, que a un costado del ara de sacrificio, se encontraban con sus cabellos verdosos, sus rostros muy oscuros y ropajes muy elegantes, de color marrón y muy ceñido a sus cuerpos, a un grupo de no más de cuatro Polevikis*. A un costado de ellos una anciana de cuerpo muy delgado y huesudo con rostro muy arrugado, de nariz grande y azul, y dientes de piedra, se presentaba ante todos como la Baba Yaga*. Un poco más atrás y acicalándose nerviosamente las plumas de sus alas, Klose pudo distinguirla por su escultural belleza y gracias a su conocimiento, que frente a ellos se encontraba nada más y nada menos que una verdadera Dschuma*: Bestia maligna como pocas, mezcla de mujer y azor, muy parecida a su predecesora la mitológica arpía. Casi a mitad del círculo que esas criaturas demoníacas formaron y ostentando ampulosamente su linaje ancestral y real, un grupo de  Fomorés* conversaban airadamente entre ellos. Con sus cuerpos parecidos a los de los humanos, pero con cabeza de macho cabrío, estos Fomorés se daban de topetazos cuando algo les causaba gracia.
A su lado, con cabezas de ave rapaz y sombrero de ala ancha, dos Trolls se habían apoltronado silenciosamente sobre la corteza de uno de los tantos troncos caídos que había en el lugar. Cerrando el círculo y con sus caracteres bulliciosos se encontraban los despiadados y sanguinarios Elfos negros venidos directamente de Svartalfaheim.
Sólo el murmullo, casi espectral, de los ahí reunidos, se podía oír en todo el lugar.
De pronto, uno del grupo de los Polevikis se silenció y a éste acto lo siguieron los demás. Con curiosidad todo el grupo, giró y desviaron su atención al camino que provenía del bosque.
Desde el promontorio, Klose y sus sobrinos pudieron ver cómo del recóndito sendero aparecían tres bellísimas doncellas montadas sensualmente cual amazonas, en sus enormes y lustrosos caballos.
¿Y éstas? Preguntó muy por lo bajo la pequeña Gertrud.
Hadas grises. Dijo su tío a modo de comentario.








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*Polevikis: Genios malvados que moran en Europa oriental. Pueden cambiar de tamaño según el campo que habiten. *Dschuma: Espíritu rumano que se presenta bajo la apariencia de una ARPÍA oscura o una virgen feroz, que presagia un brote de cólera. Y para aplacarla siete mujeres deberán hilar y coser juntas una prenda roja en una noche. Luego se cuelga como ofrenda para aplacarla.*Femorés: Versión celta del MINOTAURO, poseían cuerpos de hombres y sus cabezas eran de macho cabrío. Se dice que provienen de una estirpe real y que acabaron tiranizando a la población irlandesa. *Baba Yaga: Personaje de la mitología rusa. Se trata de una vieja huesuda que come humanos, por lo general niños.
*Basajaum: Señor de la naturaleza o señor de la selva de la mitología y el folclore vasco. (Inventario de CRIATURAS FANTÁSTICAS, de Rosa Gómez Aquino).-






No hizo falta repetir ese nombre, no hizo falta decir más nada al respecto, todos hasta una niña de tan corta edad cómo Gertrud, sabía quiénes y qué hacían las famosas hadas grises. Y por lo que la mente de los tres germanos podían suponer, en ese lugar y en ese momento nada bueno se debería estar tramando.
De pronto Graco con temor de hacer algo que sobresalte a todos, muy despacio le tocó el hombro a su tío y en silencio, con la misma mano le señaló el otro extremo de la reunión. En esa dirección pudieron ver cómo de la más recóndita oscuridad de la selva negra, surgía la silueta elegante y esbelta de un hombre; que apareció con un traje de finísima tela y de color negro con detalles en rojo carmesí.
Parece un príncipe. Comentó Gertrud obnubilada por la elegancia y la hermosura de aquel hombre.
Si es quién imagino no es nada promisorio, ni aconsejable estar aquí. Comentó Klose.
Yo creo todo lo contrario. Oyeron decir por detrás de ellos.
Inmediatamente los germanos se dieron vuelta casi sin tocar el piso y con el corazón saliéndosele por la boca, se percataron que se encontraban frente a frente con un hombre enorme y totalmente cubierto de pelos. Casi sin respiración los tres aldeanos oyeron lo que ese enorme ser le dijo en voz muy baja, para no alertar a nadie:
Soy el Basajaun* de este bosque.
¿Quién? Preguntó Graco, sin entender nada de lo que estaba sucediendo a todo su alrededor.
Él es un “Señor de los Bosques”. Explicó Klose a sus sobrinos. Mientras que ellos no podían sacarle la mirada de encima, ni siquiera un segundo, al enorme y colosal hombre que tenían frente a ellos.
Así es. Expresó el Basajaun. Y mi nombre es Brock.
¿Qué buscas de nosotros? Le preguntó inquisidoramente Klose, ante la silenciosa y perpleja mirada de sus sobrinos.
Que sean testigos de lo que aquí sé esta gestando y que den aviso a todo hombre o mujer que viva o pase por estas latitudes. Explicó con suavidad en su voz, el enorme Basajaun que se hacía llamar Brock.
¿Qué tenemos que alertar qué? Preguntó casi sin pensar Graco.
El mal se está reuniendo y el príncipe que camina sobre la tierra, Azazyel, ya está aquí y lo tienen frente a sus ojos.
¿¡Quién!? Preguntó Gertrud.
Él. Dijo el Basajaun, mientras señalaba al elegante y sensual hombre de negro.
Mientras que los tres aldeanos volvían su mirada sorpresiva a la reunión que se estaba desarrollando delante de ellos, el enorme Basajaun desapareció misteriosamente de la misma forma como había aparecido. Lo último que le oyeron decir y casi como si eso hubiera sido el canto de un ave nocturna, fue:
Ustedes hagan su parte. Que yo la mía.

Mientras tanto a decenas de kilómetros de ese misterioso conclave; en el angosto cañón que colindaba con uno de los miles de valles que se encontraban en el medio de los montes Cárpatos y en las cercanías de un torrentoso río, el batallón enviado por Markos a la ciudad ya estaba de regreso con el pedido de Víktor hecho.
Mis hombres ya han traído tu pedido. Le dijo Markos a Víktor.
Éste, al escuchar la noticia, salió de su ubicación y en la oscuridad de la noche con la luna y las estrellas como testigos, se puso a estudiar las laderas del cañón.
A la distancia, descendiendo por la pendiente que desembocaba en la planicie interna del valle, se podía ver con total y pasmosa nitidez, la luminosidad demoníaca de las antorchas que los hunos habían encendido para mitigar psicológicamente al ejército contrincante.
Ante esa amenaza bélica y observando cada detalle de la topografía que lo rodeaba, Víktor con la decisión ya tomada, mandó llamar a Markos y cuando lo tuvo a su lado señaló el lugar y dijo:
¡Ahí! Ahí quiero que tus hombres coloquen los espejos.
Sigo sin comprender.
Víktor, entonces, le señaló el recorrido que el sol tomaría cuando se asomase por el horizonte y comenzó a explicarle con lujo de detalles cuál era su estrategia.
La misma era simple pero arriesgada. Todo dependería del estado climático y de la decisión que el enemigo tomara. Markos, cada vez entendía menos. Pero Víktor haciendo caso omiso continuaba su explicación.
Sí todo ocurre como creo que debe ocurrir, los arqueros que hemos apostado sobre las laderas deberán enfocar los espejos y refractar, la luz del sol sobre el ejército enemigo. Calculando que éstos quedarán parcialmente cegados; tus arqueros podrán infligir un mayor daño y más certero a las filas enemigas.
Ahora entiendo comentó Markos, que sin dudar ordenó a sus hombres colocar los espejos en los lugares ya establecidos; pero a la vez agregó. ¿No es muy arriesgada tu empresa?
Así es. Pero eso es lo bueno que tiene la guerra.
¿Qué cosa buena tiene la guerra?
Que para mí es el arte de lo impensado, sumado a algunos toques de locura que un comandante debería tener explicó Viktor. Ya que para defender una causa justa todo se debería tener en cuenta. Hasta el detalle más mínimo puede cambiar el curso de un combate agregó. Por ejemplo: Sí el sol se negara a salir mañana todo este despliegue sería en vano. Si tus hombres no acatan correctamente las órdenes, también sería en vano. Pero si todo se concatena cómo debiera, la sorpresa estará de nuestro lado y una buena parte de la batalla será nuestra.
Tras comprender cuál era el sentido de la estrategia, Markos sin dudar envió la orden para que sus hombres la ejecuten.
Así transcurrió toda la noche. Ella fue mudo testigo de la artimaña que Víktor comenzaba a desplegar sobre las laderas del cañón; a la vez que él como sus hombres, tensaban sus músculos sabiendo que ese podría ser, para muchos o para todos, el último amanecer que verían.
Rogando con devoción, que Dios deseara esa mañana ponerse de su lado, Víktor recorrió por última vez sus líneas defensivas y al caminar les daba aliento a sus generales al tiempo que les deseaba a sus soldados buenos augurios antes de la batalla.
A la mañana con el sol despuntando desde el horizonte, el día pareció haber estado en complicidad con el ejército de Víktor y Markos. Y como si la providencia también lo hubiera estado, Bleda ordenó el ataque justo en el momento que Víktor deseaba que lo hiciera.
La guerra comenzaba a desplegarse como una gigantesca garra en aquel valle perdido. En el interior indómito y oscuro de la selva negra tres campesinos germanos eran testigos silenciosos de una extraña y fantástica reunión.
Ni Klose, por ser el de mayor edad ni sus sobrinos por no tener idea, pudieron entender el dialecto que allí se estaba practicando.
Sólo el comentario de Brock les dejaba entrever que allí no se estaba gestando nada bueno. Por las criaturas ahí reunidas todo lo que resultara de semejante conclave sería o tendría desenlaces malos y funestos para todos.
Decidiendo que todo ya estaba visto y sabido, Klose miró a sus sobrinos y en extremo silencio les ordenó que lo siguieran. Tratando de hacer el menor ruido posible para no alertar a ningunos de los allí reunidos, los tres bajaron del promontorio y entraron al camino que los llevaría nuevamente a su aldea; pero como si una mano traviesa e invisible jugara pesadamente con ellos, una rama casi seca se enganchó en el saco de lana de la pequeña Gertrud. Ella sin darse cuenta siguió caminando y por detrás los tres aldeanos oyeron el ruido clásico que hacen las ramas cuando se quiebran. De inmediato un sudor frío les corrió por la espalda. Sus cuerpos por unos segundos quedaron paralizados. Pero en un momento de rápida lucidez, Klose empujó a sus sobrinos hacia el camino y los tres emprendieron una loca carrera; pero ahora por sus vidas.
Desde la reunión, el ruido se oyó nítido y claro. Todos incluso Azazyel, vestido de negro, desviaron sus oscuras miradas y las dirigieron al lugar de donde el sonido había provenido. Por unos segundos el silencio les ganó. Pero luego Azazyel, quien hacía las veces de interlocutor en aquella extraña reunión, le ordenó a la Dschuma ubicar el origen del ruido:
—¡Ve y tráeme al o los responsables!
La enorme y sensual Dschuma giró su cabeza, enfocó su mirada hacia el lugar en que había provenido el ruido y desplegando sus alas, la fantástica criatura voló en la dirección que Klose y sus sobrinos corrían desesperados.
Sabiendo que su situación no era para nada cómoda, a decir verdad todo lo contrario, Klose arengaba permanentemente a sus sobrinos a correr y no mirar hacia atrás.
A unos cuantos metros algo los alertó. Klose giró su cabeza y con estupor vio como detrás de ellos y esquivando sagazmente las ramas de los árboles la enorme Dschuma los perseguía con tenacidad. Había mucha furia en sus ojos. Recordando los antiguos dichos de su abuela, Klose desvió su mirada hacia su sobrina Gertrud y notó que llevaba una bufanda de lana de color rojo. Sabiendo que las historias contadas a través de los años a veces eran verdad y otras fantasías que los ancianos les contaban a sus nietos, Klose le arrebató la bufanda y la arrojó con fuerza para que ésta se quedara enganchada en alguna rama de algún árbol. Sin detener su carrera Klose vio como la enorme Dschuma detenía su persecución y se quedaba contemplando embelesada dicha prenda. En ese instante el germano pensó que todo había terminado y cuando vio que la criatura tomaba la bufanda sintió mayor alivio. Pero todo se derrumbó cuando la Dschuma arrojaba a un costado la prenda y continuaba con su vertiginosa persecución.
La velocidad que habían desarrollado los tres aldeanos era casi inhumana. Un poco por la fuerza física, pero mucho más por el susto que los tres llevaban. En un momento de lucidez Klose logró ver a un costado del camino una pequeña cueva que se encontraba sobre la base de una pequeña colina, justo al lado de un enorme y añejo abeto. Sin pensar en las consecuencias, pues no había mucho tiempo, tomó de los hombros a sus sobrinos y los empujó con fuerza hacia el interior de la cueva; mientras caían absortos dentro de las fauces oscuras de la caverna, su tío con total valentía se detuvo en seco y enfrentó estoicamente a la fantástica criatura.
Desde su oscuro escondrijo Graco y Gertrud pudieron ver a su tío  desenfundar su arco con pasmosa tranquilidad. Vieron cómo tensaba la cuerda y apuntaba a la Dschuma. Ambos jóvenes vieron cómo con destreza y pericia su tío le clavaba su flecha en el centro mismo del pecho de la alada criatura. Graco y su hermana fueron testigos del sonido lastimoso que la mística ave hizo cuando sintió la flecha que le perforaba el cuerpo. Ambos jóvenes vieron con sorpresa cómo el pesado cuerpo alado caía a tierra dando tumbos en el embarrado camino. Fueron testigos de cómo su tío esquivaba el cuerpo de la criatura y con sorpresa vieron como éste desenvainaba su cuchillo de monte y antes que la Dschuma pudiera hacer algo se lo hundía hasta el cavo, justo en el medio de la espalda y entre sus alas.
Los sobrinos de Klose oyeron los sonidos agónicos y lastimeros de la Dschuma herida de muerte. También vieron como Klose le desenterraba su cuchillo del cuerpo abatido de la criatura; y ambos jóvenes fueron testigos de cómo su tío se acercaba hacia ellos. Pero por desgracia ambos jóvenes fueron también testigos de cómo la mitológica bestia, en sus últimos estertores, movía su cola huesuda en forma de látigo y con un movimiento fugaz traspasaba por completo el cuerpo lleno de lodo y transpiración de su tío. Klose herido de gravedad cayó de rodillas y casi sin aliento les pidió a sus sobrinos que lleguen al pueblo y den la alarma.
Helados por el susto y fustigados por el cansancio, Graco fue él que tomó la iniciativa. Agarrando a su hermana de un brazo salieron de la protección del escondite, caminaron hacia dónde yacían los cuerpos sin vida de su tío y de la criatura alada; el joven Graco tomó el arco de su tío, limpió la sangre que cubría la hoja de la daga, se colocó el arco en la espalda, el puñal en la cintura, sin pronunciar palabra alguna, y con la muda mirada de su hermana la asió de su mano y juntos comenzaron a correr nuevamente hacia la villa.
Mientras que el sol se asomaba tímidamente en lo profundo de la selva negra a cientos de kilómetros de ahí. Sobre el paisaje agreste y escarpado de los montes Cárpatos Víktor rogaba a Dios que todo saliera como lo tenía planeado. Con el astro rey colocado en la posición que él deseaba y con el ejército enemigo atacando con todo su poderío. El rey de Târgu, sólo tuvo que esperar el momento apropiado.
Grömlin compañero de varias batallas jamás pudo acostumbrarse a ese patético momento. La incertidumbre de no saber si vivirás o morirás lo alteraba bastante; más aún, viendo el gigantesco ejército que avanzaba sin pausa hacia ellos.
Del lado opuesto, el general huno se regocijaba al ver a sus hombres galopar a toda velocidad contra su oponente. Con su vida signada por la conquista y la invasión, el legendario y sanguinario conquistador vio con estupor como su temible y casi imbatible ejército caía directamente hacia una ingeniosa y simple trampa.
Jugando con los rayos del sol de la misma manera que lo hace un chico para molestar a otro y cuando el ejército de Bleda estuvo en el lugar preciso y en el momento justo, Víktor dio la orden.
Los guerreros hunos que galopaban a la vanguardia, acostumbrados a ver huir despavoridos a sus oponentes, ese día, esa mañana y en ese momento sólo vieron como un resplandor enceguecedor les quemó la vista. Totalmente ciegos por los efectos lumínicos que los hombres de Víktor refractaban contra la avanzada enemiga, hizo que ésta inconscientemente, aminorara su paso. Ese fue el momento preciso, ese fue el movimiento que Víktor esperaba y ese fue el instante que Grömlin oyó de la propia garganta de su amigo gritar con toda su voz:
¡Ataquen!
Sin dudar y sin perder el precioso tiempo ganado, los arqueros apostados estratégicamente sobre las laderas del escarpado cañón oscurecieron el cielo con sus flechas. Flechas que como un gigantesco enjambre de abejas asesinas, golpeó de lleno sobre la humanidad del opulento enemigo.
Bleda desde su lugar de observación fue un incrédulo testigo de cómo su primer intento de ataque fue desgajado de cuajo.
Desde amabas filas vieron con asombro cómo los famosos e imbatibles soldados hunos caían sin saber quién o qué los había atacado.
La alegría desbordó a los guerreros apostados dentro del angosto cañón. Hasta el propio Markos se le acercó a Víktor y bajo la atenta mirada de Grömlin le dijo:
Han sido humillantemente derrotados.
Sólo ha sido una parte de la avanzada respondió Víktor, mostrando mucha seriedad en sus dichos y no dejándose arrastrar por la algarabía de los demás. El grueso de su ejército todavía ni se ha movido de su lugar agregó el rey de Târgu, mientras que con su mano derecha le señalaba el lugar del horizonte donde todavía se encontraba cubierto de enemigos.
Bleda, experto en el arte de la guerra y en especial de la invasión, sabía que si dejaba pensar a su oponente éste podría fortalecerse. Por eso, apoyado en su instinto y en la casi absurda superioridad numérica que poseía en comparación a las huestes de Víktor, decidió enviar una nueva y frontal oleada.
Víktor, quién ya había supuesto esa maniobra alertó nuevamente a sus arqueros; se acercó a la salida del cañón y haciendo visera con su mano miró fijo el avance enemigo, calculó y cuándo creyó que era el momento exacto, giró sobre sí mismo y a viva voz ordenó un nueva arremetida.
El ataque fue fulminante y devastador. Pero en ese momento, sin tener la sorpresa de los espejos, por el corrimiento propio del sol en su camino, y por la excesiva cantidad de atacantes la primera línea compuesta por los arqueros fue rápidamente sobrepasada. Víktor al percatarse de la situación, arengó a su caballo y galopó nuevamente al interior de cañón. Allí miró fijamente a Markos, buscó con su mirada a su amigo Grömlin y cuando ambos entrecruzaron sus miradas el druida vio cómo su amigo, y rey desenvainaba su espada y arengando nuevamente a su espléndido corcel, ordenó atacar.
Bajo su grito estremecedor de guerra, con Viktor a la cabeza, secundado por Grömlin y Markos, su ejército encaró de lleno contra su enorme oponente; justo sobre la entrada al cañón.
Esa fue en verdad una batalla memorable. Bleda, con su exhaustiva experiencia, no podía comprender cómo un puñado de soldados detenía sin piedad a su formidable ejército.
Víktor al frente de la línea de combate, no dejaba oponente con vida. Grömlin por su parte, demostraba por qué en las Galias fue siempre considerado un eximio guerrero; Markos a su vez, demostraba su destreza en el arte del combate cuerpo a cuerpo haciendo así que sus milicias tomaran más coraje y trataran de imitar a sus lideres.
Durante minutos enteros las hordas enemigas chocaron frenéticamente contra la pared humana interpuesta por Víktor y su caballería. Su fuerza y brutalidad no podían contra la agilidad y sagacidad de sus contrincantes. Menos aún, cuando desde las laderas los arqueros continuaban apoyando a sus compañeros.
El combate fue sangriento, brutal. En ambas líneas hubo muchos caídos. Los muertos y los heridos entorpecían más aún el buen desenvolvimiento de las tropas de Bleda; pero tras varias horas de combates intensivos y en el despuntar de la tarde, el general huno llamó a sus generales y sin que nadie la firmara y sin que nadie estuviera de acuerdo una pequeña y endeble tregua fue propuesta por los invasores hunos.
Reagrúpense fue lo primero que gritó Víktor al ver la retirada del enemigo. No pierdan de vista el objetivo.
Y ante la curiosa y fatigada mirada de sus hombres, Víktor salió nuevamente a las puertas del cañón y con voz amenazante gritó:
—¡Huyan bárbaros cobardes! Aquí los estaremos esperando.
La noche trascurrió con una endeble clama. Sólo se podía oír el quejido de los soldados hunos caídos en batalla. Víktor no podía comprender la salvaje actitud de su oponente en no retirar a los heridos de la escena de combate. Mientras, sus hombres iban y venían rescatando a sus caídos, la noche transcurrió con ese truculento coro de fondo.
El amanecer los sorprendió en silencio. Lo que no hizo el combate en sí lo hizo el clima; y aquellos valientes soldados hunos que habían caído en combate y no fueron rescatados por sus colegas murieron a causa de las heridas y muchos por el horripilante frío. La imagen que tuvieron Víktor y sus hombres fue tremenda. Los cuerpos de los hunos caídos yacían inertes en el piso, cubiertos totalmente por helado rocío de la noche.
Sin tener la más mínima compasión por sus colegas abatidos y con el sólo pensamiento de atacar nuevamente, Bleda ordenó a sus tropas una tremenda y furibunda arremetida. Esperando ese movimiento y como en el majestuoso juego de ajedrez, Víktor los contuvo nuevamente. Sólo el sol y algunas nubecillas fueron testigos silenciosos de aquel tremendo acometimiento.

Mientras tanto en la pacífica villa de Brisgovia, la cual se encontraba en el oscuro interior de “Mittlerer schwarzwald” cómo la llamaban sus habitantes a la mítica selva negra.
Graco junto a su espantada hermana Gertrud trataban por todos los medios explicar lo que había ocurrido y padecido. Ya sea por su corta edad o por lo travieso que Graco había sido de más pequeño, nadie en el pueblo le prestó seria atención. Por más que él gritara, llorara o perjurara, nadie, ni el más anciano de la villa, tomó sus dichos como ciertos. Pero todos, lamentablemente, comprenderían de muy mala manera que los jóvenes hermanos habían dicho la verdad. Que todo lo que gritaron apenas llegaron a la villa, era absolutamente cierto. Que nada en sus dichos fue producto de una pesadilla y que nada en sus aseveraciones era fantasía; porque luego de un par de horas todos vieron con horror en sus pupilas cómo su pacífica villa era atacada por un endemoniado ejército de Fomorés y Polevikis.
Casi sin darles tiempo a los aldeanos a protegerse o defenderse, estos sanguinarios seres tenidos por muchos cómo malos ejemplos en los cuentos de hadas, cayeron sin piedad contra la desprotegida villa. Graco y Gertrud por ser los únicos que sabían todo, lograron escabullirse a tiempo debajo de una pila de leños secos.
Desde su salvador refugio pudieron ver cómo sus vecinos, amigos y parientes caían bajo los bestiales ataques de las malignas criaturas.
Graco trataba con esfuerzo inhumano contener los gritos de espanto de su hermana, mientras eran testigos de una verdadera y terrible matanza. A Gertrud esa imagen la perseguiría por el resto de su vida y también recordaría que luego de unos minutos, que parecieron horas, desde lo más oscuro de la selva negra un chistido, ya conocido, los alertó.
Los jóvenes se dieron vuelta en un santiamén y vieron como Brock, el señor del bosque, los invitaba a acercarse a donde él se encontraba. Sin dudar un sólo segundo, los hermanos salieron de su endeble escondite y entre las corridas que había entre atacados y atacantes, se escabulleron para llegar a Brock. Cuando estuvieron junto al genio, con sus ojos atribulados por la sorpresa, advirtieron cómo un regimiento de Cinocéfalos* arremetió con brutalidad contra las legiones malignas que pugnaban incesantemente por azolar y destruir el pueblo.
Con ojos enormes de susto, Graco y su hermana, pudieron ver cómo esos seres con cuerpo de hombre corpulentos y cabeza de perro, luchaban férreamente para salvaguardar la vida de los pobladores de la villa. De pronto y sorpresivamente el enorme Basajaun le tocó el hombro a Graco y éste con dificultad, desvió su mirada y vio cómo por el norte hacía su aparición, para unirse a las huestes de los Cinocéfalos, un grupo de más de cincuenta Elfos Blancos. Ante la incrédula mirada de los jóvenes, este nuevo ejército arremetió de lleno contra los Fomorés y Polevikis. A fuerza de flechas y espadas, la batalla en el centro de la villa de Brisgovia se tornó sangrienta y encarnizada.
Con las mujeres y los niños corriendo despavoridos hacia el interior de sus casas buscando resguardo, sólo un grupo de hombres, los más fuertes y de menos temor, entraron en batalla junto a los elfos blancos y los cinocéfalos.
El combate fue rápido y brutal. Muy pocos elfos y casi ningún cinocéfalo cayó en ese pleito. No así fue la suerte corrida por las criaturas enemigas. Sólo unas pocas decenas lograron huir a la salvadora oscuridad de la espesa selva negra. El resto fue rematado sin piedad y sin contemplación por la extraña alianza hecha por elfos y cinocéfalos.
Con la villa semidestruida y con un incendio ayudando a otro a devorarse las casas, los extraños aliados se fueron reuniendo en el centro del pueblo, en la esquina de única plaza que la villa poseía.
Allí fue que con temor algunos hombres y mujeres se fueron acercando a sus salvadores. Mientras que otros recién, en ese momento, decidieron sacar sus cabezas de los escondrijos donde se habían escondido.
¡Vengan! ¡Vengan! ¡No tengan miedo! Les gritaba Graco mientras a pasos agigantados se acercaba a los fabulosos y míticos guerreros que los habían salvado.
Sí, sí. Gritó Gertrud con su voz de dulce niña. Mientras corría casi trastabillándose detrás de su hermano.
¿Cómo estás Agatón? Le preguntó Brock al jefe de los cinocéfalos.
Bien. Respondió el enorme y ensangrentado guerrero.
¿Y tú, Galba?
Perfecto, como siempre. Le respondió el elfo blanco a Brock.
Mientras que el pueblo todo se comenzaba a acercar a sus salvadores Agatón preguntó:
¿No creo que ésto sea todo?
No respondió Brock; por lo que sé y por lo que vi. Esto viene de mal en peor.
Ya me lo temía Agregó Galba por suerte en pocos días llegarán refuerzos. Comentó el comandante de los elfos blancos.
No creo que dispongamos de ese tiempo. Expresó Brock.
Así es, amigo. Yo creo lo mismo que tú. Agregó el enorme y musculoso cinocéfalo llamado Agatón.
Mientras tanto a muchas leguas de allí y en la nueva batalla, los soldados del imperio, más los del reino Târgu, guerreaban a brazo partido contra las incansables embestidas de las milicias comandadas por el general huno llamado Bleda. Éste no podía comprender de dónde sacaban tanto espíritu combativo esos soldados; ya que desde la muerte de su antiguo rey y tío, Rúa, y desde que junto con su hermano Atila se decidieron invadir y conquistar, ningún pueblo, ciudad o reino había dado semejante batalla. Todo lo contrario. Sólo unos pocos se animaron y tuvieron esa rara osadía. El resto claudicó casi con la sola presencia de los enormes ejércitos que ellos encabezaban. Los que presentaron batalla fueron literalmente borrados de la faz de la tierra. Como le sucedió a la ciudad vecina de Drackon, Sigindunum, dónde su regente tuvo la ingenuidad de enfrentarlos y en tan sólo un día de combate la prospera y pujante ciudad romana fue llevada hasta sus propios cimientos. Por esa forma de arrasar y destruir, les vino el mote a los hunos de “Por donde pasan sus corceles nunca jamás vuelve a crecer el pasto”.
Por tales motivos y por el estoico esfuerzo que sus oponentes le estaban poniendo a sus embates, Bleda en el transcurso de esa mañana que había amanecido luminosa y soleada, decidió detener el ataque y estudiar una nueva estrategia.
Pensando que eso era sólo un plan para tomarlos desprevenidos Víktor alertó a sus guerreros y les ordenó que no abandonen sus puestos y que ni si quiera se dieran el lujo de estar distraídos.
Las horas restantes fueron de tensa calma. Ambos ejércitos recomponían sus fuerzas. Ese fortuito e inesperado impaz fue utilizado por Víktor para reaprovisionar a sus filas. Escuderos y herreros iban y venían aprovisionando y restaurando las armas de sus soldados. Muchos de ellos traían provisiones desde la misma ciudad. Los generales aprovechaban para acantonar mejor a sus hombres. Mientras que Víktor pensaba y se devanaba la cabeza en pergeñar un plan alternativo que les diera una mayor ventaja.
Del lado contrario, Bleda se reunía en su tienda con sus generales. Ninguno de estos se imaginó que esa empresa les fuera tan difícil. Ya que cómo muchos de ellos sabían, jamás les había ocurrido.

Mientras que, en aquel distante e inhóspito escenario donde soldados del reino Târgu se habían abroquelado junto a las legiones imperiales para intentar repeler el tedioso e incansable avance del ejército huno. En la villa de Brisgovia, los seres que Graco y su hermana sólo habían oído hablar en cuentos y leyendas de antaño, en ese momento y justo junto a ellos estaban tomando decisiones para salvaguardar a la gente que en su pueblo vivía.
Gertrud, con sus apenas doce años, jamás soñó, ni en sus más recónditas pesadillas, estar al lado de semejantes seres místicos. Pero ese día, ya sea por la obra divina de quién sabe quién; frente a ella esos personajes no solo habían luchado por ellos, sino que estaban haciendo planes para salvaguardar la gente que en la villa de Brisgovia vivía.
No hay muchas opciones. Supo decir el elfo que se hacía llamar Galba.
Yo creo exactamente lo mismo que tú. Aseveró Agatón.
Pero el viaje es peligroso. Comentó Brock, ante la mirada impávida de la pequeña Gertrud.
De pronto y luego de que Brock terminara de dar su opinión, por detrás de éste uno de los aldeanos se acercó y se presentó:
Mi nombre es Galacio, soy el herrero del pueblo. Soy nieto de Gregorio, que fue uno de los soldados que participó en aquella memorable batalla dónde nuestros guerreros echaron de Germania a las legiones romanas. Y como tal, no me permitiría estar aquí de brazos cruzados. Esta es mi villa, esta es mi vida y estoy dispuesto a darla si ustedes me lo permiten.
Graco recordó que Galacio había sido el primer aldeano que intentó resistir el sorpresivo ataque de aquellas criaturas. Por eso tampoco le sorprendió escuchar al herrero decir:
Mi gente es gente de trabajo y de paz, no es guerrera. Creo que cómo a mí, a todos les ha costado mucho llegar a este punto de la vida y tenerlo que perder todo por unas criaturas del demonio. No creo aseveró y creo estar repitiendo los pensamientos de mis vecinos y amigos que algunos de ellos quisiera abandonar la villa.
Pero sólo lo que han visto hasta ahora no tendrá parangón con lo que se avecina. Intentó explicarle Galba.
Lo sé y lo reconozco Respondió Galacio. Pero mi gente no abandonará lo que tanto sacrificio le ha costado.
Ante la mirada de Brock y Agatón, Galacio siguió diciendo:
Nosotros los germanos hemos lidiado con distintos ejércitos invasores y ninguno de ellos pudo con nuestro espíritu.
Pero éste no es cualquier ejército invasor. Le comentó Galba.
Él tiene razón dijo Brock–. Este ejército está comandado por el Fomorés llamado Hormisdas. Y les comento que él es el general de todas las legiones del príncipe que camina sobre la tierra.
Así es amigo Agregó Agatón. Ese tal Hormisdas es su mano derecha y su bestial brazo armado.
Pero les hemos dado una buena batalla. Expresó Galacio.
Así es comentó el enorme Cinocéfalo. Pero les digo que si nosotros no llegamos a tiempo, esta conversación no creo que se hubiera podido realizar.
General Agatón, general Agatón. Apareció gritando uno de los soldados Cinocéfalo que había salido a hacer un reconocimiento del perímetro.
¿Qué sucede?
Las fuerzas de Hormisdas ya están a las puertas de la villa.
¿Cuantos son? Preguntó Galba.
Nos superan en tres a uno. Respondió el cinocéfalo.
No habrá tiempo para evacuar a todos. Comentó Brock.
Que se lleven a las mujeres y los niños opinó Galacio.
El resto y yo nos quedaremos a hacer frente al invasor.
Si eso quieres, así se hará. Expresó Agatón.
Llévenlos a mis tierras sugirió Galba. Allí estarán seguros.
Y sin perder tiempo, pues no les sobraba, el elfo blanco dispuso un escuadrón de unos diez soldados y les ordenó guiar a las mujeres y niños a sus terruños. Graco y Gertrud que estuvieron todo el tiempo al lado de Galacio le escucharon decir:
Ustedes también.
¡Yo me quedo! Expresó arrogantemente el joven.
¡Yo también! Agregó su hermana.
Si se quedan no serán de ayuda, todo lo contrario. Les comentó Agatón, interfiriendo en esa conversación.
Pero ellos asesinaron a nuestro tío dijo Graco. Y él era nuestra única familia agregó, mientras consolaba a su hermana que comenzaba a llorisquear.
Eso fue una verdadera pena dijo Brock. Pero estarán a salvo y no correrán peligro alguno si van con los elfos.
Por tu culpa nuestro tío murió arremetió con furia en sus dichos Graco. Si tú no nos hubieses guiado engañosamente hacia ese maldito promontorio, ahora mi tío tal vez estaría vivo.
Tienes razón dijo Brock, con voz resignada. Por eso creo que ya han dado mucho en esta historia y ya es tiempo que se pongan a salvo.
Brock tiene razón comentó Galba, intercediendo por el señor de los bosques; si su tío no hubiera sido guiado hasta ese lugar, hoy no sólo estaríamos llorando su pérdida, sino que también estaríamos llorando la desaparición de la villa.
Sabiendo que el elfo tenía razón, pero con la terrible culpa bajo sus hombros, Brock les pidió encarecidamente y casi en tono de súplica que se unieran a la larga fila que partía hacia las tierras de los elfos.
Ellos tienen razón Agregó Galacio. Ustedes ya han perdido mucho y no deben perderse entre ustedes.
Piensa en tu hermana. Espetó seriamente el enorme y musculoso cinocéfalo llamado Agatón.
Mirando el rostro de su hermana totalmente cubierto de lágrimas, y sabiendo que todos tenían razón, el joven Graco tomó de la mano a Gertrud y la guió hacia la fila que se perdía en el oscuro camino que se internaba dentro de la selva negra. A su lado, uno de los diez elfos que los protegerían en el largo viaje, tomó de la mano a la desconsolada Gertrud y continuó su cadencioso camino hacia Ljosalfaheim, como llamaban a su reino los elfos blancos.
Llevando su mirada hacia atrás, los hermanos vieron por vez última a su tan querida villa. Esa fue la última vez que la tuvieron en sus retinas y esa fue la primera vez que pudieron ver como hombres y seres místicos comenzaban a unir sus fuerzas para luchar contra las insurgentes fuerzas del mal.
Esa noche transcurrió con una relativa calma. La tensión se podría haber cortado con el filo de una daga desafilada. Hombres, elfos y cinocéfalos se unían por primera vez para proteger y defender la villa.
Con las defensas puestas en los lugares ya determinados, usando toda aquella cosa que pudiera ser útil como parapeto, y utilizando los muros de las casas como escudos, los improvisados guerreros humanos se fundían en una extraña alianza con cinocéfalos y elfos.
Todos en la villa estaban listos para recibir los embates enemigos, estaban listos para dar la mejor de las batallas. Una agresión que sin querer iba a tener connotaciones catastróficas con el devenir de los años.
En la villa de Brisgovia, esa mañana a comienzos del invierno, en lo más profundo de la selva negra se estaban a punto de escribir las primeras líneas de una historia signada por la sangre, la codicia y la traición. Esa mañana en la villa perdida en el oscuro follaje de la selva negra, comenzaría una historia que muchos, con el correr de las centurias, olvidarían; o mejor dicho, esa mañana la historia empezaría a desandar su propio camino aunque muchos, por no decir todos, quisieron olvidar.
El otro capitulo de esa historia, se estaba por trazar en aquel lejano cañón, de entre tantos que había en los montes Cárpatos. Allí Víktor y sus hombres esperaban pacientemente el próximo movimiento del ejército huno.
Teniendo un eximio y vasto conocimiento del territorio que lo rodeaba, el rey Víktor tomó una arriesgada decisión. Fue en ese preciso momento que se reunió con Markos y Grömlin.
¿Cuántos soldados tenemos apostados allá en el paso? Preguntó Víktor al regente, de la ciudad de Drackon.
Los suficientes para defenderlo.
Conociendo a tus hombres a cargo. ¿Con qué mínima cantidad crees, que tus legiones podrían defender ese paso?
Con un diez por ciento.
Al escuchar la respuesta que deseaba oír Víktor no dudó más y se puso a explicar su nuevo a agresivo plan.
le dijo a Markos, ve con esos hombres. Deja uno pocos como resguardo y cuando oigas el sonar del cuerno iniciarás el ataque.
A ver si entiendo Comentó Markos. ¿Quieres que yo ataque al enemigo con esos hombres?
Así es. Quiero que el ejército de Bleda quede en el centro de nuestras falanges.
¿Y cómo lo harás? Preguntó Grömlin.
Haciéndoles creer que nos están venciendo replicó Viktor. Cuando noten nuestro retroceso intentarán aniquilarnos y lo único que harán es quedar encerrados en el cañón, con nuestro ejército por delante y con la legión de Markos por detrás.
Entendiendo que esa era una muy buena idea, arriesgada pero buena, Markos tomó un puñado de sus guerreros para engrosar la legión del paso y sin perder más tiempo galopó hacia aquel lugar.
Con una nueva mañana tomando forma luego de la salida del sol, aliados y enemigos fueron testigos de marcados y negros nubarrones que comenzaban a cubrir los cielos.
Con sus tropas prestas para un nuevo enfrentamiento, Bleda levantó su cabeza y vio como las primeras gotas de lluvia comenzaban a caer sobre la humanidad de sus guerreros.
Recordando que en los anteriores ataques habían sido cegados por aquellos espejos, el general huno tomó la decisión que Víktor con ansias estaba esperando.
Con los densos nubarrones como testigos prodigiosos y aliados de aquel general huno, éste levantó su mano derecha, arengó con fuerzas a sus soldados y dio la orden de atacar con todo su poderío.
Desde sus lugares Grömlin, Víktor y sus hombres vieron como el ejército huno comenzaba a arremeter contra ellos agitando sus brazos e hinchando sus gargantas con sus endemoniados gritos de guerra.
Víktor, montado en su elegante caballo, sólo pedía calma a sus guerreros. A medida que el tremendo ejército enemigo avanzaba, Víktor pedía más calma y cuando la distancia que lo separaba de su enemigo era la correcta para desplegar su arriesgado plan, ordenó atacar.
Otra vez las fuerzas de vanguardia de Bleda chocaron con los arqueros de Viktor. Pero como ya había sucedido en las otras dos oportunidades el número superó a la calidad. Víktor entonces, desenvainó su pesada espada y junto a su amigo Grömlin arremetió contra el enemigo. Con ambos a la cabeza, su ejército contuvo tenazmente el frenético avance de los hunos.
Luchando con ferocidad y destreza, cada uno de los soldados de Víktor defendía su posición como si ésta fuera la última. Luego de varios minutos y cuando Víktor creyó que ya era el momento, comenzó a hacer retroceder sus líneas tal como lo había planeado.
Bleda tomó ese movimiento como un sustancial y próspero avance de sus guerreros. Por eso ni siquiera dudó un instante y alentó aún más a sus soldados.
Con sus regimientos retrocediendo y el de Bleda avanzando, en pocos minutos el gigantesco y casi imbatible ejército huno se encontró exactamente donde Víktor lo quería.
Fue ahí que le impartió la orden a su amigo el galo. Grömlin al ver la señal de su amigo corrió hacia un costado y tomando un estandarte hizo a su vez un ademán al hombre que en las alturas estaba presto para hacer sonar dicho instrumento.
Desde lo alto al ver el gesto que se hacía desde el campo de batalla, el galo  hinchó sus pulmones y con todas sus fuerzas hizo sonar el cuerno.
Desde el paso, el inconfundible sonido del cuerno llegó a los oídos de Markos.
Con la mente obstinadamente puesta en la derrota de su contrincante, Bleda ni siquiera se percató de aquella maniobra. Cuando se dio cuenta ya era demasiado tarde. En pocos minutos el gigantesco ejército huno quedó literalmente encerrado entre las dos fuerzas de Víktor y las paredes del cañón.
La matanza y la devastación que Bleda soñaba para con sus enemigos se le puso inevitablemente en contra. En ese preciso momento el enorme, temido y cruel ejército huno, comenzaba a zozobrar ante la arriesgada y espléndida maniobra llevada a cabo por el rey Víktor.
Cuando todo parecía que iba a terminar en una verdadera carnicería, el ejército de Bleda claudicó y por más que le pesara en su honor, Bleda decidió rendirse.
Con la rendición de su oponente a la vista, Víktor ordenó detener el ataque. Con su cuerpo cubierto de una bizarra mezcla de barro y sangre, se acercó al derrotado general huno y le dijo:
Te doy la posibilidad de que tú y tus valiente hombres vivan para regresar a sus tierras con la consabida idea de no regresar jamás.
Esperando el mismo trato impiadoso que él hubiera tenido hacia sus derrotados, si la situación se hubiese dado al revés, Bleda miró a sus abatidos guerreros y tomó la decisión que lo marcaría para siempre. Viendo la cara de la derrota en la mirada de sus hombres, el gran general huno prometió retirarse con la promesa de no regresar jamás.
Aceptando esas palabras Víktor hizo una seña a Markos y éste abriéndose paso, dejó el espacio necesario para que el diezmado ejército huno se retirara tras los pasos cansinos del enorme caballo de Bleda.
Con el tiempo se supo que Atila, su hermano, se había coronado único rey de los hunos. De Bleda sólo se supo que murió por accidente, en una de las tantas cacerías a la que estaba acostumbrado. Esa fue para muchos la historia oficial del deceso de Bleda. Pero otros se atrevieron a decir que su hermano Atila, jamás le perdonó la catastrófica derrota a manos de Víktor y que por honor a la palabra empeñada y en especial por respeto a su valiente oponente, Atila decidió no molestar más a Víktor ni a sus vecinos.
Teniendo un total y absoluto desconocimiento de los sucesos que se estaban desarrollando a cientos de kilómetros, en pleno corazón de los montes Cárpatos. En el interior de la villa de Brisgovia, en el centro de la selva negra, la batalla por la subsistencia de ésta estaba por comenzar.
En el mismo día en que los ejércitos del rey Víktor junto a las legiones de la ciudad de Drackon, hacían que Bleda, el huno, claudicara y se retirara derrotado y abatido; en lo profundo de la selva negra los oscuros nubarrones también se hacían presentes.
Primeramente y muy a duras penas las frondosas copas de los añejos árboles detuvieron las primeras gotas de lluvia. Pero con el transcurrir de los minutos esa barrera natural claudicó ante la insistencia de las mismas.
Debajo, sobre la villa, las gotas de lluvia golpeaban constantemente las armaduras de guerra de los elfos blancos y de los cinocéfalos. Galba, Agatón, Brock y Galacio junto a sus guerreros se dispusieron, física y anímicamente, a recibir los primeros embates del enemigo.
A las afueras de la fortificada villa, Hormisdas y sus tropas se relamían como lo hacen los lobos con su presa. Fuera de la villa, las legiones del general y mano derecha del Príncipe que camina sobre la Tierra, se ubicaban para comenzar el devastador ataque que habían planeado.
Hormisdas era el femorés de mayor rango de su especie y eso se podía ver a simple vista, pues el tamaño y grosor de las astas que adornaban su cabeza de macho cabrío así lo dejaba traslucir. Por su gran poder de mando, el control psicológico que impartía en los de su raza, por sus brillantes victorias en batallas pasadas y por ser el más sanguinario de todos los femorés; éste general se ganó con creces, la anuencia de aquel Príncipe oscuro. Ya que éste al ver su desempeño no dudó en confiarle el mando de su poderoso y místico ejército.
Por eso y mucho más, ese día lluvioso acompañado por truenos y relámpagos, las tropas de femorés y Polevikis comenzaron a avanzar tras la orden impartida por Hormisdas. Dentro de la villa y cada uno en sus respectivos puestos, hombres y seres místicos se disponían por primera vez en la historia a luchar palmo a palmo por una causa y un enemigo en común.
Agatón tomó el mando y cuando vio que su oponente estuvo a la distancia educada giró su cabeza y blandiendo su pesada y filosa espada ordenó atacar.
Por primera vez la villa de Brisgovia fue muda testigo del cruento y sanguinario comienzo del combate.
Si bien las tropas de los elfos, cinocéfalos y hombres eran inferiores en número con respecto a las de Hormisdas, por destreza o por querer defender lo que realmente les pertenecía, luchaban con tesón haciendo que esa notoria diferencia numérica no sea para nada un escollo importante.
Mientras tanto en las afueras de la ciudad de Drackon, los ejércitos de Víktor y Markos regresaban victoriosos de su reciente campaña. Los héroes de aquellos crueles combates fueron recibidos con fanfarreas y algarabía por, los antes aterrados pobladores de aquella prospera ciudad bizantina.
Hasta las familias de los caídos en combate festejaban. Pues creían que sus seres queridos habían ofrendado sus vidas por una causa noble y justa.
Aquel día fue de felicidad. Las fiestas se desparramaban por toda la ciudad como lo hace el agua cuando llena los surcos de riego. Ese día a nadie le importaba el clima hostil y despiadado que ese invierno les tenía preparado. A nadie le importaba. Sólo querían festejar y agasajar a sus salvadores. Víktor sumido en una total, alegría nombró a cinco de sus hombres y los envió como emisarios de las buenas nuevas a su reino. Después de ser alimentados y pertrechados como correspondía para semejante travesía invernal, los soldados partieron raudos en sus caballos, hacia el reino Târgu.
Me parece prudente quedarnos hasta que los caminos se despejen nuevamente. Supo decir Víktor.
Pero eso será en primavera. Aseguró Grömlin.
Entonces ésta será su casa. Les comentó Markos, apoyando en tono amistoso su mano sobre el hombro del druida.
Sin otra cosa más que decir o hacer, Víktor reunió a sus huestes y les explicó la situación. Habiendo todos entendido los dichos de su rey, se sumaron a los festejos de los pobladores y así transcurrió todo ese día.
Mientras tanto, bajo la torrencial lluvia que se había desatado sobre la espesa selva negra y en especial sobre la villa de Brisgovia; los combates allí dentro se comenzaban a poner cada vez más sangrientos.
En un momento dado, y en pleno fragor de la lucha, uno de los soldados de Agatón se acercó a éste y con voz entre cortada le dijo:
Los refuerzos están por llegar.
Escuchando esa buena noticia el general cinocéfalo arengó todavía más a sus tropas que al escucharlo comenzaron a dar todo de sí.
¡Hasta la última gota de sangre! Gritó Agatón.
Hormisdas, sabiendo de su supremacía numérica, no podía comprender de dónde sacaban fuerzas sus oponentes. Por eso, sin siquiera tener en cuenta algún tipo de contemplación, el general femorés arengó aún más a sus guerreros y éstos sin piedad empujaron a sus oponentes haciendo que retrocedieran hasta casi los límites del pueblo.
Ese avance masivo de sus líneas le dio a Hormisdas una tibia sensación de estar en ventaja. Pero todo se iría a desplomar cuando desde el norte y como una verdadera tromba, apareció el ejército que Agatón y los suyos que los estaban esperando. Fue en ese preciso momento que el numeroso ejército de femorés y polevikis quedó casi encerrado entre dos frente de batalla.
Siendo todavía numerosa la diferencia de soldados a favor de las tropas de Hormisdas, éstas debieron duplicar sus esfuerzos y enfrentar a dos diferentes de frentes de batalla.
Con un oponente tratando de cerrar esos frentes con un efecto de pinzas y viendo que si eso se realizaba podría contarse como una verdadera y fastuosa derrota Hormisdas, ante esa posibilidad, tomó la difícil resolución de abandonar la contienda.
Viendo como las tropas invasoras se replegaban hacia la oscura espesura de la selva negra, los soldados de Galba, Agatón y los hombres de Galacio, comenzaron a gritar de alegría tras la victoria obtenida ante tamaño oponente.
Debemos abandonar la villa. Sugirió el señor del bosque Brock en medio de la algarabía de la gente.
¿Por qué hemos de abandonar lo que tanto sacrificio nos costó defender? preguntó con sorpresa Galacio. Con esta derrota no creo que deseen regresar
Yo creo todo lo contrario Respondió Brock. Es más, me atrevo a asegurar que el próximo ataque será mucho más cruento y devastador que éste continuó diciendo el señor de los bosques.
Me temo que él tiene razón. Dijo Galba, metiéndose de lleno en la conversación.
¿Pero a dónde iremos? Preguntó Galacio.
Pueden ir a mis tierras ofreció Galba. Allí serán bien recibidos.
Galacio miró a Brock y al cinocéfalo Agatón, como pidiendo un consejo y éste último le dijo:
Creo que es lo más seguro para ustedes. No creo que se animen a atacar Ljosalfeheim. Explicó el enorme cinocéfalo.
Yo creo lo mismo. Aseveró Galba.
Yo igual. Dijo Brock.
Fue ahí, que bajo la torrencial lluvia que se abatía con rabia sobre la villa de Brisgovia, los hombres que habían luchado con empeño para defenderla, decidieron hacerle caso al elfo blanco y abandonaron la insegura villa y se retiraron hacia las tierras místicas de los elfos blancos.
Los primeros días de su estancia en la ciudad de Drackon fueron en demasía, placenteros para Víktor y sus hombres; al tiempo que Grömlin veía cosas cada vez más oscuras y turbias en su oráculo.
Para no levantar falsos prejuicios, el druida trataba de no alterar la tranquilidad de su amigo y rey. Pero una noche, cuando el viento y la nieve arreciaron sin compasión sobre la ciudad al druida su visión en el oráculo le congeló la sangre.
No puede ser. Pensó Grömlin para sus adentros.
Totalmente acongojado por la visión, el galo volvió a repetir el ritual y consultó nuevamente a su oráculo. El mismo espasmo le recorrió el cuerpo. Su mente no podía, ni quería entender. Y lo peor de todo, era que aquel velo oscuro que le impedía ver lo que pendía sobre su amigo, en esa noche y luego de repetir varias veces el ritual, lo pudo ver muy claro. Con sus ojos llenos de lágrimas y de impotencia Grömlin se maldecía por no haberlo descubierto antes. Envuelto en una sensación horrible de haberle fallado a su mejor amigo y en especial a su esposa Aurelia y su hijo Adrián; el galo tomó sus pertenencias en absoluto silencio y en medio de la oscura tempestad de viento y nieve, montó en su caballo y abandonó la ciudad de bizantina.
A la mañana siguiente, la tormenta continuaba con su atronador concierto sobre los tejados de la ciudad romana. Víktor se levantaba de sus cálidos aposentos y como si algo en su interior le dijera que sabía lo sucedido, se dirigió hacia las habitaciones de su amigo el galo. Al llegar golpeó su puerta y pasando unos segundos nada se oyó detrás de ella. Volvió a golpear y otra vez el silencio lo recibió.
No se encuentra, mí señor. Explicó en alusión a Grömlin, uno de los guardias del imperio que pasaba justo por ese pasillo.
¿Cómo que no está? Preguntó Viktor, con desconcierto en su voz.
Así es, mí señor. Los guardias lo han visto salir raudamente con su caballo anoche tarde.
Víktor quedó totalmente perplejo por lo escuchado.
¿Qué poderosa necesidad pudo arrastrar a Grömlin a tomar una decisión de esa envergadura? se preguntó Víktor. Pero conociéndolo, de seguro algo imperioso debió ser. Intentó persuadirse a sí mismo; tomando con relativa calma la extraña actitud de su amigo el druida.
Los días pasaron y se hicieron semanas. Estos se convirtieron en meses y el invierno  sin intenciones de amenguar, aumentaba su crueldad contra todo ser vivo que osara invadir su reino.
Con la expansión, casi adrede, del invierno, el viaje de retorno al reino Târgu se retrasó mucho más de lo pensado.
Con la misteriosa desaparición de su amigo rondándole permanentemente dentro de su cabeza, esos últimos días Víktor vio, con cierta sospecha, unos raros y nerviosos movimientos dentro del palacio del regente.
Markos, aquel general que había luchado a su lado y le había ofrecido, de muy buen agrado, quedarse hasta pasar el invierno, comenzaba a actuar bastante distinto. Víktor veía todo eso; pero por otro lado también notaba que seguía siendo muy bien atendido. Pero muy dentro del rey de Târgu algo le decía que había cosas que habían cambiado en aquella prospera y pujante ciudad bizantina.
Mientras que la temporada invernal comenzaba a hacerse presente con toda su fuerza y crueldad en el reino de Târgu, Aurelia, la esposa de Víktor y hermana menor del emperador bizantino Teodosio II, supo manejar muy bien los rumbos del reino en la ausencia física de su esposo, “El Rey”.
Pero unas semanas antes del comienzo de aquel hostil invierno y cuando su marido estaba en plena batalla contra el invasor huno, Aurelia comenzó a observar ciertos cuchicheos detrás de su presencia. Si bien su relación con el obispo Vasile era muy parecida a la que tenía su esposo con él, en esa época y en ausencia de Víktor el prelado se había ganado la confianza de su reina gracias a sus buenos y atinados consejos.
Pero justo con el advenimiento de las primeras nevadas una comitiva del imperio llegó a Târgu.
La misma fue recibida por Aurelia y sus consejeros, en los cuales se hallaba el obispo en persona.
Tenga mí señora le dijo el obispo, entregándole en mano un pergamino. Esto se lo envía su hermano, el emperador.
Agradeciendo el gesto la reina lo tomó, lo desenrolló y lo leyó. Enfrente y con la expectativa a flor de piel, el obispo esperó ansioso. Luego de leer con detenimiento la escritura que había en el pergamino, Aurelia llamó a sus sirvientes y les ordenó:
Quiero que la mejor alcoba del palacio sea preparada. Tendremos visitas.
¿Se puede saber quien nos visitará? Preguntó el prelado.
Mi hermano respondió Aurelia. Mañana o pasado, a más tardar, estará aquí.
Sin tener la menor idea de cómo se estaban desarrollando los acontecimientos en la vecina ciudad de Drackon y sin tener noticias de cómo se iban sucediendo las vicisitudes en aquella ciudad bizantina, en el reino de Víktor su amada esposa se preparaba para recibir la visita del emperador Teodosio II.
En su llegada, el agasajo fue extremadamente fastuoso; digno de reyes y emperadores. El encuentro entre ambos hermanos fue extraño para Aurelia. Ya que Teodosio no había quedado muy contento con su postura en aquellas épocas donde el conflicto entre el reino Târgu y el Imperio Bizantino había tomados cierto ribetes que desembocaron en un enfrentamiento armado.
Él es mi esposo. Le dijo Aurelia, cuando su hermano le recordó aquellos acontecimientos.
Pero yo soy tu sangre.
Sí, ya lo sé. Pero a él, Yo lo he elegido y a tu sangre la heredé sin siquiera pedirlo. Le explicó con cortesía.
El obispo Vasile, al ver que la conversación se podía salir de sus cánones normales y sabiendo que no era el momento para tener una discusión de sucesos pasados, intercedió diciendo:
Bueno; esas son cosas del pasado. Ahora la paz reina entre nuestros pueblos y la cooperación fortaleció nuestros vínculos.
Vasile tiene razón expresó Teodosio, dejemos lo pasado atrás y vivamos el ahora.
Aurelia con gracia femenina reconoció que ambos tenían razón y con su habitual garbo, los invitó a pasar a la sala real en donde sus criados los estaban esperando con una opípara cena de agasajo.
La mesa, ubicada en el centro mismo de la sala, estaba repleta de manjares fríos y calientes; los cuales habían sido elaborados por los mejores chef del reino. Detrás de una de las cabecera de la enorme mesa de roble, el hogar dejaba escapar su calidez acompañado musicalmente por el incesante crepitar de la leña encendida.
Mientras Aurelia y sus visitas ingresaban al enorme y cálido salón, los sirvientes culminaban presurosos de colocar las jarras con el mejor vino del reino.
Es un vino hecho con cepas propias. Le explicó el obispo al emperador, mientras cada uno se ubicaba en un lugar de la mesa.
Caballerosamente todos esperaron que Aurelia se ubicara en la cabecera cercana al hogar y cuando estuvo sentada los demás la imitaron.
Mientras tanto, afuera del palacio y desde un cordón montañoso cercano, un jinete ataviado con ropajes clásicos para la época, se unía con los hombres y pajes que habían llegado del imperio con la comitiva de Teodosio.
En plena cena, las conversaciones fueron transmutando desde saber como iba la educación y crianza del príncipe Adrián, hasta llegar a otras más complejas como la siempre latente, para Teodosio, posibilidad de incorporar al reino Târgu a su imperio.
De pronto uno de los soldados que acompañó al emperador a la sala pidió permiso y luego de permitirle su ingreso se acercó a Teodosio y diciéndole algo al oído se retiró dando las gracias.
Hazlo pasar. Expresó el emperador bizantino antes que el mensajero se retire.
Sí mí señor. Respondió éste cerrando la pesada puerta detrás suyo.
Con la curiosidad propia de una mujer, Aurelia se preguntó para sí misma, “¿Quién será ese nuevo visitante?”  Y sin decir nada siguió comiendo.
De pronto el recién llegado ingresó y Teodosio lo presentó:
Les presento a Drüsu. Espetó mientras se ponía de pie con inexplicable caballerosidad. Lo cual fue advertido de inmediato por su silenciosa hermana.
El visitante que decía venir de tierras germanas, era de contextura esbelta, de movimientos cadenciosos y de larga cabellera, la cual estaba cubierta de una extraña pigmentación de color verdoso, muy similar al verde de las gemas preciosas llamadas jade; dándole un halo de misterio a su persona; pues su rostro y el resto de su cuerpo era de un color cobrizo, tirando a negro.
El señor Drüsu, viene de las lejanas tierras de Germania. Explicó Teodosio, al tiempo que le ofrecía con extraña amabilidad un lugar junto al él en la mesa.
¿De dónde viene? Preguntó el obispo, ante la mirada intrigante de Aurelia.
Soy nativo de Germania respondió Drüsu. Mi reino está en lo profundo de la selva negra agregó con tono parsimonioso y casi meloso el forastero.
¿Y qué lo trae por estos parajes inhóspitos? Preguntó Aurelia, rompiendo así su silencio.
Vengo a tratar temas en común con el emperador Teodosio. Respondió el misterioso Germano.
Pido disculpas por la licencia que me tomo comentó Aurelia a los comensales. Pero como reina de Târgu creo que me la merezco Agregó. ¿Se podría saber cuál es el tema en común?
Obviamente que sí respondió de inmediato su hermano Teodosio. Estamos por firmar una alianza entre nuestro imperio y el reino de Drüsu.
¿O sea que Usted es un rey? Le preguntó Aurelia al germano.
No mi señora, ¿Cuánto quisiera? agregó con sorna. Sólo soy un simple emisario; un negociador nada más.
¿Pero has venido solo? Preguntó con intriga Aurelia.
He llegado solo respondió Drüsu. Tuvimos ciertos problemas en el transcurso del viaje hasta aquí.
¿Y se podrían saber cuáles fueron esos problemas? Preguntó el obispo.
Por supuesto comentó el germano. En el viaje hasta aquí fuimos varias veces emboscados por varios comandos hunos.
Ese comentario sobresaltó a todos en la reunión, pero sobre todo a Aurelia; que de inmediato trajo a su mente la imagen de su amado esposo, quién se encontraba, según sus últimas noticias, en la ciudad de Drackon intentando repeler la amenaza de los hunos.
Has tenido suerte. Comentó en voz alta el obispo.
Realmente la he tenido. Pero no puedo decir lo mismo de mis compañeros de viaje.
¿Eran muchos? Preguntó Teodosio.
comentó el germano. Las emboscadas fueron muy certeras y fugaces. Pero sin temor a equivocarme debo decir que fuimos emboscados por unos cien o ciento cincuenta guerreros hunos.
¿Eso fue lejos de aquí? Preguntó con temor a la respuesta Aurelia.
A dos semanas de distancia. Aseveró Drüsu.
¿Cuál será su rumbo? Se preguntó en voz alta Teodosio.
No lo sé precisamente. Ya que no soy un experto en esa materia dijo el germano. Pero creo que se dirigen hacia estas tierras.
Siendo la cantidad que dices será un suicidio de parte de ellos; ya que serán repelidos de inmediato por nuestras defensas. Comentó el obispo Vasile.
Si fueran sólo cien obviamente que sí respondió el germano. Pero antes de venir hacia aquí me puse a observar y vi que detrás de ellos un enorme ejército les sigue los pasos.
¿Cuán grande es ese ejército? Preguntó Aurelia.
Inmenso. Jamás pude llegar a contarlos.
Ese último comentario fue el que necesitó Teodosio para ordenar llamar a su general. Cuando se hizo presente, el emperador le ordenó de inmediato regresar a su capital imperial y volver lo antes posible con el ejército más grande y armado que se pudiera reunir en poco tiempo.
No hace falta interrumpió Aurelia, mis soldados defenderán el reino de un posible ataque. Además no tenemos la certeza de que se dirija hacia aquí.
Pero lo debemos hacer por seguridad dijo Teodosio. Además, hermana mía, la mayor parte de tus combatientes están con Víktor.
Ya lo sé respondió Aurelia. Pero también sé que los que quedaron a cargo de las defensas del reino, harán lo imposible para que sus muros no sean flanqueados.
Insisto le rogó Teodosio a su hermana. Mis legionarios ayudarán a defender tu reino, como tu esposo partió hacia Drackon a defender una de mis mejores ciudades.
Pensando que su hermano decía una triste pero cierta verdad, Aurelia, en ese momento, decidió acceder al pedido de Teodosio.
En tan sólo siete días los tendrás a tus servicios. Le garantizó su hermano, ante la muda presencia del obispo y del germano Drüsu.
Esa noche fue muy especial y angustiosa para Aurelia. Su esposo amado Víktor hacía varias semanas que había partido hacia la ciudad de Drackon y ninguna noticia, ni mala ni buena, había tenido.
Lo que más le preocupaba era que el crudo invierno de los Cárpatos se estaba avecinando y todos los caminos transitables comenzarían a cerrarse de forma permanente debajo de un espeso manto de nieve.
Tendremos que dejar pasar el invierno para saber de ellos. Llegó a pensar en sus ratos de soledad.
Pero esa noche en especial, tendría acontecimientos extraños para ella.
La noche transcurría como de costumbre; muy silenciosa y oscura. Sólo la tenue luz de los elegantes candelabros daban claridad los pasillos del palacio Târgu.
Desde su alcoba, el príncipe Adrián oyó un grito aterrador y desgarrado que provino de la habitación de su madre; de inmediato y totalmente sobresaltado, el joven príncipe, salto de su lecho y corrió a la alcoba de su madre.
Al entrar, vio a su madre sentada en la cama totalmente pálida y bañada en transpiración. Por detrás de Adrián decenas de criados y una docena de guardias ingresaron al oír, también ellos, los gritos de Aurelia.
Ya está. Ya pasó murmuró Aurelia, mientras se secaba la fría transpiración que le corría por la frente. Ha sido solo un mal sueño agregó, mientras que su hijo se acercaba atribulado a su agitada madre.
Unos segundos más tarde y en paños menores, dando un toque cómico a la situación, hizo su aparición el obispo y por detrás de suyo su hermano Teodosio.
No pasó nada tío le explicó Adrián a Teodosio. Mi madre sólo tuvo una pesadilla.
¿Está bien? Mí señora. Le preguntó compungido el obispo Vasile.
Lo estoy respondió Aurelia, mientras era acariciada por la tierna mano de su hijo. Vayan y descansen que aquí nada ha pasado.
Con todos retirándose de la tumultuosa habitación Aurelia se quedó a solas con su hijo.
¿Qué te sucedió? Le preguntó éste, sabiendo que su grito no era solo por una pesadilla.
A mi cabeza vinieron imágenes terribles de tu padre.
¿Se puede saber que fueron esas imágenes?
Horribles; muy horribles.
Si te hace bien puedes contarme.
Eres muy joven.
Pero tú has soñado con tu esposo y él es mi padre. Creo que debo saberlo. Exigió.
Sólo ha sido un mal sueño.
Cuéntame. Quiero saber que te atormentó tanto para que gritaras de la manera que lo has hecho.
Está bien, te contaré.
La nublada mañana siguiente los atrapó a Aurelia y a su hijo abrazados en el lecho real. La imagen era muy enternecedora al ver al príncipe acurrucando tiernamente a su madre.
Luego de que el amanecer hubiera transcurrido, en su pesado sueño, Adrián no notó que su madre se levantaba sigilosamente y vistiéndose con abrigos salía furtivamente de la alcoba.
Aurelia recorrió todo lo largo del pasillo y se dirigió directamente al salón real. Frente al trono de su esposo se detuvo y se lo quedó mirando con la mente quién sabe dónde.
De pronto algo la sobresaltó, giró de golpe y por detrás de ella apareció, como un ente, el germano Drüsu.
¿Qué hace usted aquí? Le preguntó de inmediato y casi con mal tono.
Soy de muy poco dormir. Pido disculpas si la asusté.
No. No lo ha hecho. Sólo que...
Si ya lo sé interrumpió Drüsu. Ha tenido una horrenda pesadilla sobre su esposo.
Aurelia quedó paralizada por esos dichos. Ya que sólo su hijo sabía lo de la pesadilla. A nadie más se lo había contado.
¿¡Cómo lo sabes!? Le preguntó con intriga.
En mi oráculo he visto lo mismo que tú.
¿¡Sí viste lo mismo que yo!? ¿Qué dice tu oráculo?
Que hay una sola forma de que tu pesadilla no se haga realidad. Comentó el germano.
¿Y cuál es esa forma?
La respuesta está en la cueva de los cuatro vientos.
¿Estás seguro?
No. No lo estoy respondió el germano. En estas cosas sólo la providencia marca nuestros destinos. Sólo sé que una vez allí, deberás ubicar el río subterráneo que circunda en sus profundidades y rezar una plegaria a las hadas de la cueva.
¡Pero eso es un ritual pagano! Y va contra toda mis creencias dijo Aurelia. ¡Me niego a hacerlo!
Entonces tu pesadilla se hará realidad.
No; jamás lo haré. No renegaré de mis creencias diciendo plegarias paganas.
Sí esa es tu última palabra no puedo ayudarte.
No importa. Te lo agradezco. Pero ya veré la forma o esperaré a ver cómo todo esto continúa. Total no hay que hacer mucho escándalo por una simple pesadilla.
En eso tienes razón. Pero mi deber es decirle que no todos los sueños se hacen realidad. Sólo unos pocos lo logran y en éste en particular hay ciertos indicios que lo hacen muy especial. Pero con su decisión tomada yo sólo debo acceder y rendirme a ella.
Sin más que decir Drüsu le hizo una venia inclinando su cabeza y prometió guardar estrictamente el secreto, mientras se retiraba de la sala del trono.
Ese día transcurrió con cierta calma. El príncipe Adrián veía compungido la tristeza que su madre dejaba traslucir en su mirada.
Mientras tanto su hermano, el emperador Teodosio y el obispo Vasile, seguían con sus conversaciones y especulaciones de que hacer y cómo contener a las hordas que se estaban avecinando al reino Târgu.
El nerviosismo recorrió por todas las callejuelas del reino. Si bien la orden directa de Aurelia fue no decir nada de lo que estaba por ocurrir, para evitar de esa forma, que el pánico ganara las calles; igualmente la noticia se corrió y como toda información secreta, buena o mala, llegó al pueblo sin que nadie se hiciera responsable por ella.
Con la histeria colectiva intentando apoderarse de los habitantes del reino; esa noche, todos se fueron nuevamente a descansar luego de ser testigos privilegiados de la primera y copiosa nevada.
El silencio había ganado nuevamente los pasillos del palacio real. En los aposentos de la reina sólo el chisporrotear de la leña quemándose en la chimenea, era el único sonido que contrastaba con el tenue ruido que el viento hacía fuera del palacio. Aurelia no queriendo recordar las imágenes que le habían venido a la cabeza la noche anterior, se hizo preparar un té bien caliente y mandó llamar a su hijo. A los pocos minutos y mientras sorbía su caliente infisión de hierbas medicinales, Adrián se hizo presente.
Ven siéntate junto a mí. Le dijo su madre, la cual ya estaba recostada en su cómoda cama.
Cuando su hijo se sentó a su lado Aurelia le preguntó.
¿Puedes quedarte a dormir conmigo esta noche?
Sí madre.
Fue así que, madre e hijo, se acurrucaron mutuamente, como lo habían hecho en los años de niñez del príncipe; y primero Adrián y luego su madre se quedaron profundamente dormidos.
Con el transcurrir de las horas, el príncipe Adrián escuchó el espantoso y desgarrador grito de su madre. Sobresaltado se incorporó y vio a su progenitora aferrada a su mullida almohada, sentada y bañada en un frío sudor que le corría por todo el cuerpo.
¿Qué te sucede?
Otra pesadilla.
¿Igual que la de anoche?
No respondió Aurelia. Peor que la de anoche —agregó, con lágrimas recorriéndole su desencajado rostro.
En ese momento su habitación se volvió a llenar de criados y soldados; sin contar con la presencia del obispo y su hermano.
¿Qué sucede? Preguntó con intriga Teodosio.
Nada hermano. He tenido otro mal sueño.
Luego de explicar a todos los ahí presentes que no había pasado nada. Qué sólo había sido una pesadilla de mal gusto y que todo estaba bien, Aurelia logró después da varios minutos, hacer que todos desalojaran su alcoba.
Mientras todos se retiraban de su habitación, el obispo fue el último en salir. Pero detrás de él Aurelia vio, fortuitamente, la silueta del germano Drüsu que se encontraba apoyada contra una de las columnas contiguas a su alcoba.
Intrigada nuevamente por esa aparición, Aurelia le pidió a su joven hijo que descansara y que se volviera a dormir.
¿Qué vas a hacer? Le preguntó Adrián.
Iré a caminar un rato.
¿Quieres que te acompañe?
No hijo. Tú descansa. Me he desvelado y siento deseos de estirar un poco las piernas.
Luego de esa escueta charla, Aurelia arropó maternalmente a su hijo, le dio un cariñoso beso en la frente y tomando su chal preferido, salió de su habitación a los silenciosos pasillos del palacio.
Una vez fuera, su mirada buscó incesantemente al germano. Pero como si éste hubiera sido otro sueño, había desaparecido. Acurrucándose en su chal, de gruesa lana, Aurelia recorrió uno a uno los pasillos hasta llegar al gran ventanal que desembocaba en el gélido paisaje que afuera se imponía. Al acercarse notó la presencia de una persona; cuando la penumbra de las antorchas fue mucho más clara, Aurelia se dio cuenta que el que estaba junto al ventanal y mirando cómo la nevisca arreciaba afuera, era Drüsu. El germano.
¿Has tenido la misma pesadilla que anoche? Le preguntó Drüsu, sin quitar su mirada del helado paisaje.
Sí y no.
Haz soñado lo mismo. ¿Pero esta vez fue peor?
Así fue ratificó Aurelia. Esta vez fue muchísimo peor.
¿Quieres que todo termine? Preguntó Drüsu, sin quitar la mirada del ventanal.
Sí.
Girando su cabeza y posando su mirada fría como el paisaje que había fuera del palacio, Drüsu con voz suave y monocorde le comentó:
Si está dispuesta yo te ayudaré.
Pero todavía no logro comprender.
Yo recitaré las plegarias en tu nombre.
¿Pero tendrá el mismo efecto?
Si tú y tu hijo están presentes. Te aseguro que sí.
¿Debo llevar a Adrián?
Si no deseas decir las plegarias paganas que debes recitar, Adrián tendrá que estar a tu lado.
Sigo sin entender.
Mí señora dijo Drüsu intentando que comprendiera cuál era la situación. Para que todo mal sueño no llegue a hacerse realidad se debe rezar una plegaria en mi idioma ancestral. Esta lengua proviene del lado más antiguo de nuestra tierra. Sólo nosotros los druidas germanos, estamos capacitados. Una vez dichas estas oraciones las hadas te concederán el deseo que quieras. Allí podrás pedir que tu sueño no se haga realidad. Pero como la oración la diré yo, las hadas me pedirán dos cosas.
¿Qué te pedirán?
La presencia de un familiar cercano a ti y un sacrificio mío.
¿Cómo?
La presencia de tu hijo es crucial para que el ritual funcione.
¿Pero...
No debe haber peros en esto. Sólo así funciona. A no ser que tú desees decir las plegarías, pero eso te convertiría en pagana igual que yo. Agregó con su habitual voz monocorde y lánguida.
Está bien. ¿Cuándo deberíamos hacerlo?
Si fuera posible esta misma noche.
¿Y mi gente? Dudará de mi ausencia.
Eso es cierto. Pero deberás correr el riesgo. Todo depende de ti ahora. Y sabes que si tu pesadilla se cumple, a tu gente le sucederán cosas horribles. Agregó recordándole el horrendo final que su sueño tenía.
Sin más que hacer o decir y totalmente atribulada por los acontecimientos que se estaban desarrollando, Aurelia se retiró y partió directamente en búsqueda de su hijo.
La estaré esperando en los establos. Fue lo último que oyó del germano antes de retirarse a su alcoba.
Al pasar por las piezas de sus criados, uno de éstos se asomó y quedó perplejo al ver a su reina caminando sola en paños menores por los pasillos.
Aurelia al percatarse de esa presencia lo hizo acercarse y le ordenó que de inmediato haga venir a Nikkolai.
Nikkolai era uno de los generales a cargo de la defensa del reino. Éste era tenido muy en cuenta por su majestad la reina, gracias a los sabios consejos que su esposo Víktor, le había sabido dar en su presencia.
Sí mí señora. Dijo el criado mientras salía raudo de su habitación.
Que nadie sepa de esto.
Nadie lo sabrá. Le juró el criado mientras partía a paso veloz a cumplir con la orden impuesta por su soberana.
Aurelia al llegar a su alcoba, con cariño despertó a su hijo y éste le preguntó todavía dormido.
¿Qué sucede?
Nada dijo Aurelia. – Debes acompañarme.
¿Qué? ¿A dónde? Preguntó Adrián todavía envuelto en su pesado sueño.
Mientras su madre intentaba explicarle lo sucedido y a lo que estaba dispuesta a hacer; Nikkolai se hacía presente.
¿Me llamaba? Señora.
Así es. Necesito una escolta. Ordenó.
Disculpe mi intromisión. ¿Se podría saber para qué necesita una escolta?
—¡No! Sólo quiero que cumpla mi orden y que todo quede entre nosotros. Agregó con voz suave pero firme.
Tomando esos dichos como una orden directa Nikkolai no hizo más preguntas y en silencio se abocó a cumplir los pedidos de su reina.
¿En cuánto tiempo tendrá lista la escolta? Le preguntó Aurelia antes que el general se retire.
En el tiempo que usted disponga.
En media hora la quiero en los establos.
Así será.
Y cuando éste se estaba por retirar a cumplir la orden impuesta por su reina, ésta última lo detuvo y le dio una nueva dirigencia.
Quiero que usted venga en mi escolta.
En ese preciso momento el general se detuvo y ante la mirada atónita del príncipe Adrián; se volvió sobre sus pasos y le dijo a su reina:
Mí señora. Con todo el respeto que usted me merece y no es por desobedecerla; pero todos sabemos de lo que se nos avecina con las hordas de hunos a pocos kilómetros de nuestras fronteras.
Sí lo sé.
Mejor así. Ya que usted sabrá que mi deber es quedarme y proteger su reino. Pero con esta nueva orden me está poniendo en una dura encrucijada.
Yo no lo estoy poniendo en ninguna encrucijada. Le estoy ordenando.
Mi señora, lejos de mí está la idea que usted piense que no deseo cumplir una orden suya. Pero quiero que entienda mi situación.
La entiendo perfectamente. Pero deseo que en esta escolta esté mi mejor hombre a cargo.
Si ese es su deseo lo tendrá. Le daré mí mejor guerrero y mi mano derecha.
¿Quién es ése? Preguntó Aurelia.
El teniente Boris. Por conocimientos, valor y sabiduría seguro será mi predecesor si su esposo así lo dispone.
¿Usted cree que será así?
Dará su vida por usted y los suyos.
Sin más nada que acotar a ese pequeño entredicho, Aurelia aceptó el consejo de Nikkolai y el que de inmediato hizo llamar al teniente Boris.
Mientras el general se retiraba hacia los establos, Aurelia le hizo jurar que nada dirá de todo lo sucedido ahí en el pasillo.
Seré una tumba. Dijo Nikkolai, mientras se retiraba a cumplir con la orden impuesta por su soberana.
Habiendo pasado la media hora estipulada por Aurelia; ésta y su hijo se hicieron presentes en el establo sin que nadie del palacio se enterara de ello.
Una vez dentro de la caballeriza, la escolta de quince guerreros a caballo, preparada por Nikkolai y dirigida por el teniente Boris, estaba presta para recibir la orden de su reina.
En el mismo instante que Aurelia y su hijo se hicieron presentes, Drüsu también lo hizo trayendo consigo y de las riendas a su negro y brioso semental.
Bueno; veo que está todo listo. Comentó el germano.
Así es. Respondió Aurelia, bajo la atenta mirada de su hijo y la desconfiada mirada de Boris.
¡Partamos! Ordenó Aurelia, mientras montaba en su caballo blanco como toda una amazona.
¡Adelante! Ordenó Boris al tiempo que su escolta, junto a Aurelia, su hijo Adrián y el germano Drüsu se ponían en camino hacia el misterioso valle de los cuatro vientos.
Con la noche y la nevisca como manto cobertor, los dieciséis soldados de la escolta, más Aurelia, su hijo y el germano, pudieron burlar la guardia del reino y poner rumbo al lugar predicho por Drüsu.
¿Cuánto demoraremos? Le preguntó Adrián a su madre.
Cuatro o quizás cinco días. Respondió Drüsu ante la atenta y suspicaz mirada de Boris.
El amanecer al día siguiente sorprendió a los habitantes del reino de Târgu con un inesperado y esplendoroso sol. Hacía ya muchos amaneceres que no se veía un sol tan resplandeciente y con tanta energía como en esa mañana y para esa época del año.
Alguna que otra anciana del vulgo, supo vaticinar malos presagios al ver el astro rey. Ya que según algunas leyendas pueblerinas cuando el sol salía en pleno invierno con esa fuerza, algo o a algún tipo de desgracia caería encima.
Para esa mañana en los pasillos del palacio, todos incluso los guardias se intrigaron por la ausencia de la reina.
¿Cómo que no está? Preguntó en tono fuerte y de muy mal modo el obispo. Mientras ingresaba sin pedir permiso a los aposentos del emperador Teodosio.
¿Qué sucede? Preguntó sobresaltado éste último.
Tu hermana y tu sobrino han desaparecido. No se los encuentra por ninguna parte.
¿Qué dices? Le cuestionó Teodosio con sorpresa.
Así es. Como lo oyes. Ni tu hermana ni tu sobrino se encuentran en el palacio.
¿Pero es posible que alguien no los viera salir?
Pero así es dijo Vasile. Nadie los vio agregó mientras mandaba llamar a Nikkolai.
Cuando éste se hizo presente fue hostigado a preguntas por el obispo y Teodosio.
¿Pero cómo que no sabes nada? Le inquirió el emperador.
¿Sabes que están faltando quince de tus hombres, sin contar la ausencia de Boris? “Tu mano derecha”. Le preguntó de mal modo Vasile.
No mis señores respondió fríamente Nikkolai. Al igual que ustedes recién me entero de la ausencia de la señora y su hijo.
De pronto y desde la puerta principal uno de los centinelas dio el aviso de la inminente y rauda llegada de un jinete misterioso. Sin perder tiempo, el obispo, Teodosio y el general Nikkolai, corrieron hacia el enorme ventanal que se encontraba al otro extremo del salón. Una vez asomados al añejo ventanal los tres quedaron impávidos al ver la sorpresiva imagen de Grömlin, el cual venía ingresando al palacio sin pedir permiso.
¿Dónde se encuentra la reina? Fue lo primero que dijo Grömlin cuando enfrentó al obispo Vasile.
Dudando en demasía y tartamudeando nerviosamente, Vasile respondió no tener la menor idea del paradero de la reina.
¿¡Cómo que no sabes!? Preguntó con inquina el galo.
Es así respondió el obispo. Hoy cuando nos levantamos nos dimos con tu misma sorpresa.
Queriendo apaciguar los ánimos del galo, Teodosio interrumpió diciendo:
Querido Grömlin. ¿Qué haces por aquí? ¿Cómo les ha ido en Drackon? Espero que todo haya salido bien. Agregó Teodosio con cara de sorpresa por la llegada del galo.
Todo salió bien respondió Grömlin, dejando de lado por unos instantes la búsqueda de su reina. El invasor ha sido derrotado y ha dado su palabra de no regresar a estas tierras.
¿Y mi rey como está? Preguntó acongojado el obispo mientras continuaba alejando al galo del tema de la reina.
Víktor se encuentra bien, al igual que los demás. A finales del invierno estarán nuevamente aquí.
¿Pero tú que haces aquí? Preguntó con intriga Teodosio.
Me arrastra un presentimiento.
Cuando el obispo oyó esas palabras intentó preguntar; pero el galo lo detuvo diciendo muy tajantemente:
No son temas que a la curia le interesen.
Ante la perpleja y muda estampa del obispo, Teodosio intercedió preguntando:
¿Pero de seguro que es algo muy importante? ¿Para qué el mano derecha de mi cuñado Víktor haya hecho semejante viaje solo?
En eso tienes razón. Respondió el galo.
¿Y se puede saber qué es? Preguntó con maña Teodosio.
No. Sólo la reina lo debe saber.
Mí señora Aurelia no es tu reina. Increpó Vasile. Tú eres extranjero y pagano.
El galo al escuchar esas palabras teñidas de insulto, sólo atinó a clavarle su fría mirada al obispo y luego de unos segundos preguntó; pero esta vez con un tono mucho más adusto.
¿Dónde está mi reina?
Teodosio sabiendo que la discusión se estaba tornando mucho más que ríspida, se acercó a Grömlin, lo tomó por los hombros y pidiéndole disculpas al obispo le dijo al galo:
Ven, acompáñame tengo algo que decirte.
Cuando ambos se encontraron en la habitación contigua, el emperador Teodosio le confirió un secreto.
De seguro que esto lo sabrás tú y los soldados que partieron a buscarla.
¿De qué está hablando? preguntó casi de mal modo Grömlin. ¿Qué está sucediendo aquí?
Mi hermana no ha estado para nada bien. Su mente no le ha permitido discernir con tino. Desde la partida de mi cuñado, Aurelia se ha estado comportando cada vez mas extraña.
¿¡De qué me hablas!?
Que la soledad y la ausencia de su amado esposo a Aurelia la depresión le ha vencido y desde hace un tiempo a la fecha, todas sus decisiones han sido casi enajenadas. Cómo ésta, de desaparecer así como así.
Grömlin no podía creer lo que el emperador bizantino le estaba diciendo. Si bien en su oráculo había visto cosas turbias y oscuras; jamás soñó encontrase con semejante panorama.
¿Y cuál crees tú, ya que ella es tu hermana, ha sido la decisión que ha de haber tomado? preguntó el galo.
Creo que la menos acertada y la más caótica.
Explícate. Dijo el galo.
Anoche; luego de uno de sus habituales ataques depresivos tomó a su hijo y con el frío reinante se escabulló del reino montada a caballo hacia el valle de los cuatro vientos.
¿Qué la arrastraría a tomar tamaña decisión? Preguntó obnubilado Grömlin.
Vasile no tiene idea de nada. Yo me he hecho cargo del problema y he enviado al teniente Boris con quince de sus hombres a buscarla.
El silencio que Grömlin hizo ante semejante noticia fue cortado como por una navaja por la pregunta de Teodosio.
¿Víktor sabe que tú estás aquí?
No.
¿Cómo que no sabe?
Mi deseo es no llevarle más preocupaciones de las que ya tiene.
Yo hubiera hecho lo mismo que tú.
¿Hace cuanto que Boris y sus hombres partieron?
Anoche, unos minutos antes del amanecer.
Sin decir más nada al respecto el galo dio media vuelta y cuando estaba por salir de la habitación oyó al emperador bizantino decir:
¿Qué estás por hacer?
Iré a buscar a mí reina respondió Grömlin. Ella se encuentra en peligro y es mi deber encontrarla.
Recuerda que prometiste no decir nada de lo que en esta habitación se ha dicho. Ya que si los habitantes del reino se enterarán cundiría el pánico y todo lo construído por tu amigo Víktor se caerá a pedazos.
Yo siempre cumplo con lo que prometo. Respondió tajantemente Grömlin, mientras abría una de las enormes puertas que lo conduciría hacia los pasillos del palacio. Y una vez dentro de ese pasillo aledaño, el galo se dirigió hacia el patio principal.
Desde el gran ventanal de la sala real, el obispo Vasile observó en silencio cómo el galo tomaba su oscuro corcel y montándolo con destreza, ponía rumbo hacia el valle de los cuatro vientos.
Ya está. Oyó decir por detrás suyo el obispo Vasile.
¿Estás seguro? Preguntó éste, sin quitarle la mirada a Grömlin; mientras el galo desaparecía por detrás de las escarpadas laderas montañosas del agreste paisaje del reino Târgu.
Eso todavía no lo sabremos. Respondió el emperador bizantino, mientras se ponía a la par del obispo.
Los días se fueron sucediendo y el gélido invierno en el paisaje montañoso de los Cárpatos, se hacía cada vez más crudo e intenso.
Aurelia, mientras cabalgaba, no le quitaba la vista de encima a su joven hijo. El cual estoicamente sobrellevaba el duro viaje como si fuera todo un hombre.
Las cumbres totalmente encapotadas de nubes y el frío extremo hacían suponer que el invierno se haría mucho más intenso. El camino hacia el valle de los cuatro vientos se debía transitar por angostas cornisas adornadas por profundos y escarpados precipicios.
A excepción de Aurelia y su hijo Adrián, Boris y los demás conocían a la perfección esos senderos; y como todo conocedor de la zona, sabían de lo peligroso y engañoso que podían ser; ya que las inesperadas avalanchas estaban siempre latentes y al acecho como lo hace la manada de lobos a su presa.
Boris, mientras tanto arengaba a sus hombres para que aceleraran el paso. Pero a la vez les pedía tranquilidad y mesura en sus movimientos.
A Drüsu, por su parte, se lo había notado muy distante durante todo ese trayecto. Boris al notar eso se lo cuestionó y éste de inmediato le hizo saber que esos senderos siempre lo habían intranquilizado.
Boris sólo atinó a silenciarse. Pero muy dentro de él, había algo que no le cerraba totalmente.
Los nubarrones se hacían cada vez más espesos y negros; ante la intranquila mirada de los jinetes, esas nubes parecían venírseles en cima.
Luego, al cuarto día de viaje, una tenue pero persistente llovizna comenzó a caer sobre sus cabezas. Con el transcurrir de los minutos la misma se convirtió en una torrencial lluvia. Eso intranquilizó aún más a Boris; más sabiendo que restaban unos varios cientos de metros para llegar al último descanso que se erigía luego del desfiladero. Por ese motivo intentó hacer que todos aceleraran el paso.
Pero toda esa premonición que había rondado en su cabeza fue llevada a un plano real y dramático cuando, desde el ennegrecido cielo, un relámpago iluminó todo el paisaje cual espectro fantasmagórico. Luego de unos segundos y como si hubiera estado agazapado para dar su mejor estocada, un trueno rugió cual demonio de ultratumba.
Todos, incluso Drüsu que venía detrás de Aurelia y su hijo, miraron hacia arriba. Luego de un breve silencio que pareció eterno, para sus pareceres, otro sonido sordo, pero mucho más cercano, se oyó. Intuyendo algo extremadamente malo Boris gritó:
¡Corran, avalancha!
A nadie le hubiera hecho falta que el teniente Boris les ordenara correr. Ya que todos inmersos en un total asombro vieron como un enorme alud se les venía encima. Sin mirar hacia arriba y oyendo el estruendoso ruido, similar a una fiera endemoniada, huyeron del lugar esquivando el alud. Los jinetes intentaban hacer que sus cabalgaduras no se desbarrancaran en la huída. Algunos lo lograron pero otros no corrieron con la misma suerte y cayeron entre gritos y alaridos al vacío. A pocos metros de ellos, con la pequeña planicie que hacía las veces de descanso, Boris los guió directamente hacia una saliente en la montaña.
Con la avalancha a pocos metros de desplomarse sobre sus cabezas, Boris junto con Aurelia, su hijo y Drüsu llegaron, a duras penas y con mucho de suerte, a cubrirse de la espantosa y pesada pared de nieve que cayó sobre ellos.
Usando la saliente como cobertor y con la blanca y estruendosa pared de nieve cayendo delante de sus ojos, los cuatro jinetes no pudieron ver al resto de la escolta; pero esas dudas se desvanecieron cuando la cortina dejo de caer sobre ellos.
De los quince jinetes, de la guardia real, los que no se habían desbarrancado fueron devorados por las fauces sedientas de carne humana de la avalancha asesina que se desplomó sobre ellos.
¿Qué haremos ahora? Preguntó consternada Aurelia viendo con cierta alegría que su hijo se encontraba en buenas condiciones y con algún que otro magullón.
No podremos regresar Aseveró Boris. Por lo menos no por este camino agregó mientras señalaba al sendero por el cual habían transitado y que ya no estaba.
¿Cómo haremos para regresar? Preguntó Aurelia.
Cuándo lleguemos a nuestro destino lo veremos. Respondió Drüsu.
Sí, pero si mal no recuerdo, de allí mismo sale un camino mucho más largo; creo que el doble de distancia, pero rodea totalmente a este cordón montañoso. Aseguró casi sin dudar Boris.
¿Estás seguro? Dijo Aurelia.
respondió Boris. Pero es mucho más peligroso que éste.
Perpleja por la respuesta y desamparada por la pérdida de la escolta, Aurelia sólo atinó a preguntar.
¿Falta mucho para llegar?
Si descansamos aquí, por seguridad, y retomamos el viaje al amanecer; mañana al medio día estaremos ingresando al propio valle de los cuatro vientos. Confirmó Boris.
Entonces descansemos sugirió Aurelia. Por hoy hemos tenido bastante.
Sin nada que decir y cosas por hacer los cuatro, Aurelia incluída, comenzaron a erigir el campamento que los albergaría por esa noche.
Desde la base de aquella cadena montañosa Grömlin fue mudo testigo de la atroz avalancha que había caído y arrasado con la vida de la guardia real que escoltaba a Aurelia y a su hijo.
Ojala que no se hayan cruzado con eso. Pensó para sí mismo el druida mientras taloneaba las ancas de su caballo para que este acelerara lo más que pudiera el paso.
La noche sorprendió a Grömlin justo sobre la entrada al desfiladero que horas atrás se había cobrado las vidas de la escolta de Aurelia. Lejos de amedrentarse por el peligro que le presentaba ese sendero y con la oscura noche espiándolo por sus hombros, el galo montado en su corcel, comenzó la peligrosa travesía.
Cuando el amanecer comenzaba a desperezarse de su letargo, Grömlin llegaba al sitio preciso donde la avalancha se había cobrado la vida de los soldados de Boris. La sangre se le heló cuando sobre las piedras, el piso y colgando hacia el precipicio, Grömlin vio parte de la indumentaria de los desafortunados soldados.
Qué no les haya ocurrido nada Pensó Grömlin. Qué su dios los haya protegido. Agregó en directa alusión a Aurelia y a su hijo Adrián.
Viendo adelante suyo, que el camino se angostaba en demasía para ir montado en su caballo, el galo se bajó, tomó las riendas y con mucho cuidado comenzó a caminar hacia el pequeño reborde que había quedado de aquel peligroso sendero.
Aquel cruce fue extremadamente tortuoso para hombre y animal. En casi todo el trayecto la posibilidad de desplomarse estuvo permanentemente latente. Tal es así que en varios pasajes del camino Grömlin debió tranquilizar al nervioso animal, ya que en esas oportunidades el mismo estuvo a punto caer al vacío.
Evitando hacer un gran rodeo que le demandaría un atraso de varios días y sabiendo que ese desvío no sería menos peligroso, Grömlin con su noble animal como compañero, cruzó aquel tortuoso paso.
Al llegar a la planicie contigua al sendero, el galo notó que debajo de una saliente cercana, había restos de una fogata y huellas de cuatro caballos; cada uno con sus respectivos jinetes.
Medio día, es el tiempo que nos separa. Se dijo para sí Grömlin al apoyar su mano sobre la todavía tibia leña chamuscada.
Con el frío viento golpeándole firmemente el rostro, Grömlin miró con detenimiento las huellas, observó el camino que tenía por delante y subiéndose nuevamente a su caballo, continuó con la búsqueda de Aurelia y su hijo.
Por otra parte, a un poco más de medio día de distancia de dónde Grömlin se encontraba, Boris giraba su cabeza y con la educación lógica de un oficial, se dirigió a su reina diciendo:
Hemos llegado. Mientras le señalaba el ventoso paisaje del valle que tenían frente a sus ojos.
¿Y ahora qué? Le preguntó Aurelia a Drüsu.
Debemos encontrar la cueva de las hadas. Respondió el germano.
¿Y dónde queda dicha cueva? Preguntó Aurelia ante la incesante mirada desconfiada de su teniente.
No lo sé. Respondió escuetamente Drüsu.
¿Nos has traído hasta aquí sólo para decirnos que no tienes la más remota idea de dónde se encuentra esa bendita cueva? Preguntó con inquina Boris.
Así es.
Pero tú me dijiste... Expresó Aurelia acongojada por esos dichos.
Sí mí señora. Yo le dije que aquí está la cueva de las hadas y así es respondió Drüsu. Qué no sepa la ubicación exacta no quiere decir que aquí no esté —agregó el germano mirando fijamente a los ojos del teniente Boris.
Y si no la conoces. ¿Cómo sabrás que se trata de la cueva de las hadas? Preguntó Boris mientras le señalaba las decenas de cuevas que se vislumbraban hacia el interior cavernoso de las paredes del valle.
Yo sabré cuál es cuando lleguemos. Respondió con voz cortante el germano.
Viendo que todo se estaba complicando en demasía e intentando poner paños fríos a la tensa relación que se estaba gestando entre Boris y Drüsu, Aurelia interrumpió:
Ya estamos aquí. Tú ve a la vanguardia y guíanos hacia nuestro objetivo. Le ordenó a Drüsu.
Sí mí señora. Respondió Drüsu luego de hacer una reverencia de sumisión.
En ese preciso momento los cuatro jinetes, con Drüsu a la cabeza y Boris en la retaguardia, comenzaron a recorrer una a una las cuevas que adornaban las paredes del valle.

Mientras tanto en la ciudad de Drackon, Víktor no dejaba de pensar en la extraña e inconsulta decisión tomada por su amigo Grömlin. Por ese motivo y por un mal presentimiento que le rondó por la mente todo ese tiempo, tomó la decisión de retornar a Târgu.
Pero los caminos están cerrados por causa de la nieve. Le supo decir Markos.
Me arriesgaré. Le respondió Víktor al tiempo que le ordenaba a su lugarteniente acondicionar a los hombres para la ardua travesía.
Al ver que todo se estaba disponiendo para el viaje de regreso al reino Târgu, Markos sin que Víktor se diera cuenta mandó llamar a uno de sus mejores hombres. Cuándo lo tuvo frente a él, le dijo:
Parte de inmediato y entrega esta misiva en las propias manos de nuestro emperador; nadie debe verte ni saber de tu misión.
En silencio tomó la nota y cual espectro desapareció en los oscuros pasillos del palacio gubernamental.
Nadie del ejército de Víktor, ni él mismo, se percató cuándo el mensajero dejó la ciudad. Todos estaban prestos y abocados a las órdenes impartidas por Víktor.
¿Para cuándo estaremos listos? Le preguntó Víktor a su general.
Éste después de hacer la venia le respondió:
Mañana al alba.
Lejos de la ciudad de Drackon y totalmente ignorante de los acontecimientos que se estaban sucediendo y compenetrada solamente en tratar de impedir que su pesadilla se hiciera realidad, Aurelia junto con su hijo y con su único custodio Boris, continuaban afanosamente detrás del germano buscando la famosa cueva de las hadas.
Mientras el frío viento que corría de un lugar a otro del extenso valle y les golpeaba cual bolsa de alfileres, Aurelia preguntó:
¿Falta mucho?
No. Respondió secamente Drüsu.
Eso fue notado de inmediato por Boris pero cuando quiso interceder, por la grosera respuesta del germano, éste último se adelantó y señalando con su mano derecha dijo:
Allí está la cueva que buscamos.
¿Cómo lo sabes? le preguntó Boris. No es muy distinta a las demás.
Sólo sé que esa es. Respondió Drüsu.
Viendo que la tensión entre Drüsu y Boris se estaba incrementando cada vez más, Aurelia intercedió diciendo:
Apuremos el paso. Mi deseo es terminar cuanto antes con todo esto.
Sintiendo que esas palabras eran más un reto que un pedido, asintieron de inmediato y en silencio, como chicos castigados por su madre, comenzaron a desandar el camino que los llevaría a la cueva señalada por el germano.
Luego de caminar unos cientos de metros los cuatro jinetes se encontraron frente a frente con la oscura entrada de la cueva.
¿Esta es? Preguntó Adrián.
respondió Drüsu. ¡Escucha! Agregó.
Agudizando su oído el hijo de Aurelia notó que una leve melodía salía de las oscuras fauces de la caverna.
Se escucha música. Le comentó Adrián a su madre.
Sí hijo. Yo también la oigo.
Pueden entrar. Sugirió el germano.
¿No quedamos que tu dirías la plegaria por mí? Le recordó Aurelia.
No hace falta que me lo recuerde. Lo que quise decir es que debemos entrar.
Sin decir más nada todos comenzaron a internarse en la oscura cueva.
Tú debes esperar fueran. Sugirió Drüsu en directa alusión a Boris.
Ni lo sueñes germano.
Está bien Boris. Está bien dijo Aurelia. Quédate afuera y monta guardia.
Pero mí señora. Intento decir el fiel teniente, pero fue interrumpido por su soberana.
Tú has hecho mucho por nosotros. A partir de ahora me cuido sola.
Eso fue lo último que escucho de su reina, ya que luego de eso se internó en las oscuras fauces de la cueva siguiendo de cerca a su guía, el germano Drüsu.
En ese momento Grömlin hacía su aparición sobre la meseta que colindaba con la entrada al valle de los cuatro vientos, ignorando totalmente cuáles eran los verdaderos motivos que habían arrastrado a Aurelia a semejante travesía. El galo azuzó a su caballo y comenzó a cabalgar hacia lo profundo del valle.
Una vez allí se encontró con centenares de cuevas abiertas sobre ambas laderas del valle; lo que le hizo pensar que de seguro su reina se encontraría en alguna de ellas.
¿Qué la debió traer hasta aquí? Pensó el galo.
Sin perder tiempo, Grömlin comenzó a recorrer una por una las cuevas. La tarea fue ardua, monótona y casi sin sentido; ya que al llegar a una, nada daba de suponer que Aurelia y los demás hubieran estado allí.
¿Dónde estarán? Pensó para sí mismo.
De pronto y antes de que la noche comenzara a cubrir el yermo paisaje con su oscuro manto, el galo notó un extraño movimiento al frente de una de las tantas cuevas que tenía delante de él. Taloneando el caballo Grömlin enfiló directamente hacia ese lugar y cuando estuvo ahí, con sorpresa pasmosa, vio el cuerpo del teniente Boris tirado a la vera de la cueva. Al verlo agonizando el galo se arrojó del caballo y se le acercó. El teniente con su último aliento le señaló detrás suyo.
Tomando eso como una clara advertencia, Grömlin desenvainó su espada y giró de un solo suspiro. Fue gracias al aviso de Boris y a su destreza con la espada, que pudo esquivar el golpe rastrero y traicionero del germano Drüsu.
Boris con sus últimos alientos pudo ver la feroz pelea en la que Grömlin, el galo, y Drüsu, el germano, se había enredado.
¿Dónde está Aurelia? Le preguntó Grömlin al germano mientras continuaba con la feroz lucha.
Ya son historia.
Te costará la vida esta traición.
Cómo presagiando que algo terrible había ocurrido, a la oscura noche se le agregó un pavoroso frente de tormenta cargado de relámpagos y truenos.
Sobre la entrada de la cueva Drüsu y Grömlin seguían debatiéndose en una atroz pelea. En el fragor del combate Grömlin logró desarmar a su oponente y apoyándole su filosa espada en la garganta le preguntó.
¿Qué haces tal lejos de tus tierras? Y ¿Qué has hecho con Aurelia y su hijo?
Pero antes de que Drüsu respondiera, aparecieron dos enormes Dschumas como si fueran espectros demoníacos, camufladas detrás de un estruendoso trueno. Una de ellas tomó al poleviki que todo ese tiempo se había hecho pasar por el germano Drüsu; y la restante atropelló con fuerza a Grömlin.
En su lecho de agonía, Boris vio con terror como el galo se fundía ferozmente en una lucha desigual contra el fantástico ser alado. Mientras tanto la restante emprendía el vuelo con Drüsu asido de sus garras.
Si bien la pelea era muy desigual, por la fortaleza física de la Dschuma, Grömlin la equiparaba con su real destreza de gran espadachín.
Luego de unos minutos de feroz combate el galo logró herir de muerte a la bestia alada; sin perder tiempo dejo la batalla y corrió hacia el interior de la cueva. Desde el aire, el poleviki que se había hecho pasar por Drüsu, miró fijamente hacia las nubes e hizo un conjuro en lengua antigua y desconocida. Desde el piso Boris vio luego como un tremendo y poderoso rayo, partía de la base de las nubes e impactaba de lleno y con fiereza sobre la ladera de la montaña que estaba sobre la cueva en donde Aurelia, su hijo y Grömlin se encontraban. Adentro el galo oyó el impacto pero nada pudo hacer, en cuestión de segundos la oscuridad lo envolvió. Afuera Boris lo último que vio fue el tremendo alud que cubría la entrada y con una velocidad inimaginable se le venía encima, arrastrándolo a él y a la Dschuma ya herida de muerte. El poleviki desde el aire y con su tarea totalmente cumplida le ordenó a la Dschuma que lo llevara nuevamente a sus tierras; dejando tras de sí una terrorífica carcajada de placer.
Totalmente lejos de pensar en el fin corrido por su esposa, hijo y amigo; pero presintiendo cada vez más fuerte, que algo malo estaba ocurriendo en sus tierras, Víktor al frente de sus batallones partía de la ciudad de Drackon con rumbo hacia su reino.
Justamente y en esa misma mañana fría y tormentosa, en el reino Târgu se hacían presentes las tropas que el emperador Teodosio II había hecho traer de su ciudad capital.
Nikkolai, el general de Víktor, con desconfianza veía como el ejército de legionarios tomaba posiciones dentro de su ciudad.
Ordena a tus hombres que les permitan ingresar a los legionarios al castillo. Le dijo el obispo Vasile a Nikkolai.
¿No es suficiente que se hayan apostado en toda la villa?
Teodosio los quiere aquí.
Al castillo los defenderemos nosotros. Llegado el caso.
Haz que ingresen. Repitió con firmeza el obispo. – Yo estoy a cargo y debes obedecerme.
Sabiendo que ante la eventual ausencia del matrimonio real la autoridad del obispo sobresalía al resto, Nikkolai no tuvo otra alternativa que acatar la orden.
Desde el salón principal, y asomándose desde uno de sus enormes ventanales, Teodosio veía con agrado como sus legionarios tomaban posición en derredor de la villa y muchos de ellos ingresaban al interior del castillo.
De pronto y por detrás de él, una voz conocida para sus oídos le dijo:
Ya está hecho.
Teodosio giró sobre sí mismo y se topó cara a cara con Drüsu, el poleviki que se había hecho pasar por germano. Tenía en todo su cuerpo rastros de aquella ardua pelea con Grömlin.
¿Te topaste con el galo?
Mis heridas son tu respuesta.
¿Te encargaste de él también?
Así fue. El galo, tu hermana y tu sobrino ya son historia.
Tu príncipe estará más que satisfecho.
Ya lo creo. Pero ahora te toca hacer tu parte.
Quédate tranquilo, yo cumplo con lo que prometo.
De pronto por la puerta principal hizo su aparición el obispo que de inmediato le preguntó:
¿Con quién hablas?
Con uno de los siervos respondió Teodosio, al tiempo que veía como el poleviki se alejaba del reino montado, cual caballo alado, sobre el lomo de la enorme Dschuma. ¿Qué me querías decir? preguntó de inmediato.
Que tus hombres ya están aquí.
Mientras tanto y por detrás de Vasile, Calixto el general de los legionarios del imperio, se hacía presente ante Teodosio presentando sus excusas por interrumpir.
No es nada dijo Teodosio. El obispo ya se retiraba.
Vasile no se dio por aludido y Teodosio le dijo más directamente.
¿Podrías dejarnos solos?
Dándose cuenta en ese momento Vasile acató la orden y como un perro fiel se retiró de la sala.
Afuera en el pasillo, Nikkolai observó como el obispo se retiraba y dentro quedaban solos Teodosio y su general. Sabiendo que eso no era normal y que algo había o estaba por suceder, partió raudamente hacia las barracas.
Una vez dentro se reunió con sus subalternos y cuando quiso empezar a explicar las cosas que había visto y escuchado, desde fuera unos extraños gritos los alertaron. Al salir de las barracas la sorpresa y la desazón los invadió por completo. Frente a ellos los legionarios del imperio atacaban fieramente a los incautos soldados del reino. Sin dudar más de lo que lo había hecho hasta ese momento y sabiendo que la traición de parte de Teodosio y el obispo ya estaba en proceso Nikkolai ordenó a sus hombres seguirlo y en cuestión de segundos se fundieron en un combate totalmente desigual para ellos. El lobo todo ese tiempo se había vestido de cordero y dentro del corral el mañero animal había mostrado su lado más oscuro. Desde el enorme ventanal de la sala principal Teodosio se vanagloriaba, junto con Vasile, de cómo su plan se estaba ejecutando a la perfección. Desde el mismo lugar también se podía ver muy nítidamente, cómo, en cada una de las callejuelas de la villa y en el interior del castillo, la batalla se libraba a favor de los hombres del imperio. Por más destreza y tesón que pusieran los soldados del reino eran superados en número y en armamento; por tal motivo, con cada minuto que pasaba la suerte se volcaba cada vez más a favor de Teodosio y sus legionarios.
Los días pasaron y llegaron a ser tres luego de su partida de la ciudad de Drackon. Para ese entonces Víktor ordenaba una y otra vez a sus ya agotados hombres, acelerar la marcha. Parecía que dentro de él algo le decía que las cosas no estaban del todo bien en sus tierras. La sorpresa fue peor cuando divisó en el horizonte, a su ciudad sumida en una espesa nube de humo, la cual se confundía y no dejaba ver dónde empezaban las nubes de tormenta y donde terminaban las de humo.
Sin dudar un sólo segundo, ordenó aumentar el ritmo del paso; lo cual fue acatado de inmediato por sus, también sorprendidas tropas.
Pasado el medio día y cuando estaban a punto de arribar a la ciudad, fueron interceptados por una comitiva, que estaba encabezada por su cuñado y el obispo.
¿Qué sucede? Preguntó con premura Víktor.
Hemos sido atacados por hordas hunos.
Por suerte y gracias a los legionarios del imperio pudimos repeler la invasión.
¿Mi esposa y mi hijo están bien?
Sí. Respondió Teodosio.
Víktor consternado por lo que le habían comentado continuó con su andar hacia su reino; pero sin que Teodosio o Vasile se dieran cuenta le hizo una seña de estar alerta a sus subalternos.
Dentro de la ciudad Víktor pudo observar y corroborar la devastación infligida por aquel supuesto ataque huno. Pero apurado y ansioso por ver a su familia no se percató de la ausencia de los soldados de su ciudad. Al ver eso Teodosio se apuró en hacerlo llegar al palacio y cuando estuvieron dentro, Calixto hizo su aparición y con un grupo de sus legionarios rodeo al indefenso Víktor.
¡Me lo imaginaba! dijo con furia en sus ojos Víktor al ver la vil traición de Teodosio. ¿Qué crees que estás haciendo?
Destronándote y haciéndome cargo de tu reino.
¿Ah sí? Y ¿Quién lo dice? Preguntó con inquina Víktor.
Tu emperador. Respondió Vasile.
¡Maldito traidor! No te saldrás con la tuya.
Si crees eso mira por la ventana. Le sugirió Teodosio.
Al asomarse vio cómo su ejército, el que había partido en ayuda para defender la ciudad imperial de Drackon, era avasallado por los legionarios que Teodosio en complicidad con el obispo Vasile, habían apostado en todo el interior del reino y para mayor sorpresa aún, por los que Markos había traído desde Drackon siguiéndole los pasos, a una distancia tal que nadie se dio cuenta hasta ese momento. Viendo que por sus hombres no había mucho por hacer y que cada uno de sus soldados estaban totalmente librados a sus distintos desempeños en el campo de batalla, Víktor giró y enfrentó cara a cara  Teodosio y le preguntó por su familia:
Has tenido mucha mala suerte cuñado. Comentó con ironía Teodosio. – O debo llamarte ex-cuñado.
¿Qué quieres decir con eso?
Cuéntale Vasile.
Tu esposa huyó con tu mejor amigo. Le explicó el obispo.
¿¡Con Grömlin!?
Así es. Tu hijo los encontró en la alcoba; discutieron y para que nadie se enterara del adulterio, el galo se cobró la vida de Adrián. Dijo el obispo. – Yo siempre te dije que ese galo no era de fiar.
—¡Es mentira! Gritó Víktor.
Tú sabes que mi investidura no me permite mentir y menos en estos casos. Explicó Vasile.
¿Y Aurelia que hizo?
Sabiendo de tu reacción huyó con su amante dejando a merced de Teodosio tu reino.
¿Y tú no has hecho nada?
Sí. He negociado mi continuidad en el cargo respondió Vasile. Cosa que creo debieras hacer tú.
Con la ira brotándole por cada uno de los poros de su cuerpo Víktor, con un movimiento furibundo desenvainó su espada y le abrió de lado a lado el vientre al obispo; pero en el preciso instante en que Vasile caía muerto, Víktor sintió el frío filo del metal ingresándole por detrás perforándole uno de sus pulmones. Mal herido giró, y vio a Teodosio sosteniendo la espada que entraba por su espalda. Sacando fuerzas de donde ya no le quedaban giró nuevamente y arrojo una furiosa estocada contra Teodosio. Éste esquivó el golpe y desde el costado derecho Calixto disparó su ballesta atinándole certeramente en el cuello. Víktor herido de muerte, trastabilló hacia atrás y a grandes pasos cayó pesadamente contra el ventanal que daba sobre el río que corría tormentosamente decenas de metros abajo. Con los trozos de vidrios siguiéndole el recorrido, su cuerpo desapareció en las frías y correntosas aguas del río Târgu.  Apoyado sobre el marco del ventanal roto Teodosio se asomó y vio como el cuerpo inerte de su cuñado era furiosamente arrastrado y maltratado río abajo. Habiendo logrado su cometido y totalmente orgulloso por el ardid que había preparado, Teodosio II se proclamó emperador del reino de Târgu y así fue como el vil emperador sumo una ciudad más a su nefasto imperio.
El verano en los territorios de los montes Cárpatos se había hecho presente al igual que en la indómita selva negra; allí, dentro de una de una caverna, la cual se encontraba rodeada de centenarias coníferas y a pocos metros de un caudaloso río que provenía de la cadena montañosa de los montes Cárpatos, un cuerpo de forma humana se comenzaba a mover debajo de una harapientas cobijas; luego de varias semanas de absoluta inconciencia.
¿Parece que al señor le han dado ganas de vivir nuevamente? Preguntó suavemente pero con sorna una sombra que estaba sentada a escaso metros del camastro donde descansada el herido.
El herido abrió sus ojos y quiso responder. Pero el dolor similar al de cientos de agujas perforándole la garganta lo detuvo.
No te esfuerces le sugirió la sombra. Tus heridas todavía no han cicatrizado como corresponde y la herida que tienes en el cuello es posible que no te permita hablar con corrección.
El hombre haciendo oídos sordos a esas palabras intentó incorporarse pero otra vez el intenso dolor lo detuvo; esa vez las horribles punzadas recorrieron todo su torso desde la espalda hasta el pecho.
No te muevas mucho. O la herida de tu espalda malogrará el pulmón que todavía funciona.
Viéndose imposibilitado de moverse, aguantando con estoicismo el dolor de su garganta y con una voz gutural a la cuál jamás había escuchado salir de su boca, el mal herido le preguntó a la sombra:
¿Quién eres tú?
Me llamo como tú quieras llamarme. Algunos me dicen el sin nombre. Peros otros me llaman con nombres extraños. Pero como para mí el nombre no tiene sentido, tú puedes llamarme como te plazca. ¿Cómo te llamas tú?
El hombre se tomó la garganta, se tocó las vendas que rodeaban la misma y con una voz casi de ultratumba respondió:
Si mal no recuerdo mi nombre es Víktor.    
Luego de pronunciar su nombre, la silueta realizó un prolongado silencio roto sólo por la pregunta que Víktor le hizo:
¿Por qué has curado mis heridas?
Porque dentro tuyo está la llave que nos abrirá puertas jamás pensadas. Le respondió aquella supuesta persona que todavía se encontraba en la parte más oscura de la caverna...

Tres años más tarde, durante una de las mejores temporadas estivales de la historia, en la ciudad de Târgu, la nueva capital del imperio gobernado por Teodosio II, él y su parlamento discutían frenéticamente y casi al borde de la paranoia.
¡No puede ser! ¡Esto debe ser una locura! Exclamó Teodosio luego de dar un fuerte golpe de puño contra el apoyabrazos de su reconfortable y lujoso sillón.
Sí. Así es mi señor le comentó Markos. Las defensas de la ciudad de Drackon no fueron impedimento alguno para ese endemoniado ejército.
Pero tú te salvaste. Dijo en tono inquisitivo Teodosio.
Sí mí señor. La providencia estuvo de mi lado. respondió el todavía marcado regente de Drackon. Jamás he visto un ataque tan certero y fulminante como ese.
Tú hablas de la providencia. Pero tu mísera suerte no fue corrida por el resto de la gente que vivía en mi ciudad.
El silencio rondó por todo el salón real. Pues todos los presentes sabían que sólo Markos y un reducido grupo de legionarios, que no debieron ser más de doce, se habían escapado de aquel infierno que se había desatado en la prospera y pujante ciudad imperial. Hombres, mujeres, ancianos y hasta niños habían sido aniquilados sin ningún miramiento y sin la mínima contemplación por aquel ejército. Haciendo parecer a los bárbaros hunos como seres llenos de compasión y benevolencia.
¿Qué haremos ahora? Preguntó uno de los parlamentarios más viejos casi al borde del llanto.
Somos la última ciudad del imperio que continua en pie. Comentó otro.
Les daremos batalla respondió sin dudar Teodosio. No nos queda otra alternativa.
¿Y si negociamos? Preguntó otro parlamentario.
¿Y si escapamos? Se oyó la voz de otro.
Nada de eso sirvió, en las otras ciudades atacadas. Con Urokabameel eso no cuenta; aniquila lo que se le interpone y conquista absolutamente todo lo que queda en pie. Respondió Calixto.
Por eso debemos pelear y enfrentar nuestro destino. Comentó Teodosio con un dejo de resignación en su voz.
En ese preciso instante la importante reunión se vio interrumpida abruptamente por ingreso de unos de los legionarios al mando de Calixto.
¿¡Qué diablos sucede!? Le preguntó su general.
—¡Ya están aquí!
Teodosio se puso de pie, caminó hacia el ventanal que daba hacia las afuera de la ciudad, corrió el espeso y suntuoso cortinado que lo adornaba y lo que vio le hizo helar la sangre. La visión que tuvo fue extremadamente terrorífica. A escasos kilómetros del muro defensivo de la ciudad y por sobre una enorme planicie rodeada de escarpados muros montañosos, el terrorífico y sanguinario ejército de Urokabameel comenzaba a posicionarse al son impresionante  y demoníaco de trompetas. Markos casi entró en pánico, pues en su cabeza todavía sonaba aquella melodía diabólica que presagió la estrepitosa caída de la ciudad imperial de Drackon.
¡Son miles! Exclamó uno de los parlamentarios tartamudeando de terror.
Nos superan quince o dieciséis a uno. Calculó a grosso modo Calixto.
Teodosio, sin poder sacar su mirada de tan tenebroso espectáculo que tenía frente de sí y luego de hacer un largo silencio, giró y enfrentó a sus asustados súbditos diciendo:
¿No sé por qué nos atacan? ¿No sé por que tanta saña? No tengo la menor idea del por qué de esta invasión; pero lo que sí sé, es que les daremos batalla y no les costará nada barato tomar mi ciudad capital.
Sin más que decir o agregar, todos partieron a sus lugares preestablecidos y se abocaron raudos y prestos para recibir con todas sus fuerzas al ejército invasor.
El sitio a la ciudad de Târgu por el ejército comandado por Urokabameel duró más de dos semanas. En ese período de tiempo el terror y el pánico se desparramaron como una plaga mortal dentro y fuera de la ciudad.
Hombres y mujeres de todas las edades rezaban y rogaban por su vida. La basílica se encontraba atestada de fieles implorando a Dios por sus vidas y como una utopía, otros rogaban para que el sanguinario ejército invasor no atacara a la ciudad; ya que todos, hasta los más niños, sabían las atrocidades que había cometido ese ejército en las otras ciudades imperiales.
Al decimosexto día Urokabameel ataviado con su negra armadura, se posicionó frente a sus soldados. La imagen que tuvieron los observadores desde el muro más cercano, fue la de un ser extremadamente omnipresente y totalmente decidido. Ahí fue, donde el oscuro y maligno general de las fuerzas invasoras con un mudo ademán de su brazo derecho ordenó el ataque.
La batalla por el último bastión del imperio bizantino duró apenas un día y su noche. Los famosos muros que tantas alegrías le supieron dar a su creador Teodosio, fueron flanqueados casi como si no existieran. El gigantesco ejército de Urokabameel traspasó las murallas y tras de sí comenzó a sembrar destrucción y muerte.  Como una plaga apestosa, mortífera y maloliente, los soldados invasores comenzaron a cubrir metro a metro la ciudad de Târgu. Aldeanos y soldados caían como moscas bajo el frenético y despiadado avance del oscuro ejército. Teodosio II desde el ventanal del salón real, su lugar de observación, veía con una sonrisa nerviosa, muy parecida a la de los desquiciados, cómo su sueño imperial caía bajo la bota invasora de los soldados del general oscuro. Desde allí se podía sentir el hedor a muerte y a carne chamuscada; a la vez que en forma patética Teodosio intentó taparse los oídos para dejar de oír el escándalo infernal de los enemigos y de los que morían tras sus pasos. De pronto un griterío cercano lo alertó y de inmediato Calixto y Markos lo cubrieron con sus cuerpos; por detrás de sus valientes protectores Teodosio miró fijamente el enorme portón de roble que los separaba de aquel terrorífico griterío. Al cabo de unos minutos el silencio se apoderó del lugar; pero acto seguido el pesado y suntuoso portón estalló haciéndose añicos, como si algo sobrenatural o extremadamente poderoso lo hubiese golpeado desde fuera.
Al disiparse el polvo del recinto y desde su parapeto, detrás de Calixto y Markos, Teodosio vio como los tres eran acorralados por horribles elfos negros ataviados con sus armaduras de batallas.
—¡¡Elfos negros!! Exclamó Teodosio en voz baja.
Así es. Le respondió una voz de ultratumba que provenía de afuera del recinto.
El emperador bizantino escuchó la voz y quedó paralizado de terror al ver ingresar al salón real al famoso y despiadado general invasor.
¿Tú eres Urokabameel? Preguntó Teodosio casi sin voz en su garganta.
El mismo.
¿Por qué deseas destruirnos?
Tengo cosas pendientes contigo. Le contestó Urokabameel al tiempo que sacaba de sus negros ropajes un enorme látigo.
Ante la impávida mirada de Markos y Calixto el general oscuro blandió con destreza el látigo y con velocidad indescriptible lo arrojó contra Teodosio.
Cómo si éste fuera dirigido por una fuerza mística y sobrenatural, el látigo describió una onda, y como un rayo pasó entre Markos y Calixto y se enroscó plenamente en el cuello del aterrado emperador. Sus protectores intentaron en vano interceder; ya que antes que pudieran mover un músculo de sus cuerpos cayeron fulminados por las flechas de los guerreros de Urokabameel.
¿Tú creías que quedaría impune? Le preguntó el general oscuro con voz lúgubre, al tiempo que de un tirón hacía que el aterrorizado Teodosio se acercara trastabillando hacia él.
No sé de qué me hablas. Respondió Teodosio casi sin aire para respirar.
De tus actos pasados.
Pero yo no le he hecho nada a tu gente.
A ellos no replicó señalando a los elfos negros que lo secundaban ¿Pero no te preguntas qué me has hecho a mí?
El atormentado emperador envuelto en lágrimas y sudor logró divisar, detrás del renegrido yelmo que cubría el rostro de Urokabameel, un destello conocido en la mirada de éste.
¿Quién eres tú? Le preguntó nuevamente con voz nerviosa mientras intentaba infructuosamente de zafar del abraso asfixiante del látigo que le rodeaba el cuello.
Tú me conoces. Le respondió Urokabameel mientras se acercaba cada vez más al rostro de Teodosio.
Cuando ambos estuvieron a escasos centímetros uno del otro el sanguinario general oscuro se sacó el casco y Teodosio gritó envuelto en un ataque de terror y pánico, muy parecido al de los hombres que son atacados frenéticamente por la locura.
¿Ahora me recuerdas? Le preguntó con sorna Urokabameel mientras se colocaba nuevamente el oscuro yelmo.
Teodosio envuelto en un ataque de terror y esquizofrenia no pudo responder; pero seguidamente y de un tirón fue arrojado como si fuera un muñeco de trapo hacia donde se encontraban los soldados invasores. Seguidamente Urokabameel mandó llamar a su lugarteniente y en escasos minutos apareció con su porte delicado y estilizado un elfo que se hacía llamar Gadriel.
Gadriel era un elfo negro que por alguna razón había sido recompensado con un cuerpo estilizado y de personalidad ambigua. Era muy distinto al resto de los de su raza, pero su apariencia felina, amable y delicada, era la contrapartida de su pésimo carácter y despiadado proceder ante cualquier persona; elfo o cosa que osara interponerse en su camino. Sólo Urokabameel logró contener sus ataques de irracionalidad y subordinarlo hasta convertirlo en su mano derecha, y en su brazo más despiadado y sanguinario.
Quiero que despellejes y le trepanes la cabeza a todo ser humano que haya quedado con vida en esta patética ciudad. Le ordenó Urokabameel.
De inmediato. Respondió Gadriel sin un mero atisbo de compasión ante tamaña orden dictada.
¡¡Ahh!! A Teodosio lo quiero atado de sus pies a la silla de montar de mi caballo.
Así será. Dijo Gadriel con un delicado y casi femenino movimiento.
Luego de un par de horas el tenebroso y despiadado general Urokabameel salió del castillo Târgu; aquel que durante casi una vida completa había sido utilizado por el rey Víktor para dirigir con sapiencia y benevolencia los destinos de su gente. Pero todo eso había desaparecido y aquel prospero y pujante reino se había convertido en un lugar muy similar al infierno sobre la tierra.
Ante la fría, impasible y déspota mirada de Urokabameel, se podía ver a su paso cientos y hasta miles de cruces invertidas decorando patéticamente las callejuelas de la ciudad.
En cada una de esas cruces había un humano que rogaba por su vida haciendo que sus gritos se oyeran a cientos de kilómetros. Con el paso del tiempo los pocos que pudieron escapar a semejante ataque, llegaron a contar que el hedor a muerte duró por meses y los animales de carroña atiborrados de comida dejaron a muchos allí pudriéndose a la intemperie. El despotismo y la frialdad de Urokabameel no distinguieron edades. En sus cadalsos de muerte había hombres, mujeres y niños. El ataque del ejército invasor pareció más un genocidio que una conquista. Pero lo último que oyeron los agonizantes prisioneros fue la orden de Urokabameel de retirarse del lugar.
El oscuro general montado en su enorme y negro corcel comenzó a retirarse dejando tras de sí un paisaje de muerte y destrucción.
Y así fue como el espectral  e infernal ejército se retiró de lo que años atrás había sido un ejemplo de urbanidad y progreso.
¿Qué harás con ése? Le preguntó en confidencia Gadriel a su general, mientras le señalaba a Teodosio, que venía siendo arrastrado de sus pies y envuelto en patéticos y dolorosos gritos de pánico y dolor.
Déjalo que sufra, nos acompañará así hasta que él mismo decida dejar de existir.
Y así fue como el primer paso del plan de conquista total que Azazyel había pergeñado en aquel conclave, en lo profundo de la selva negra, había tomado forma y gracias al despiadado proceder de Urokabameel había sido un rotundo éxito. Años oscuros cubrieron a toda la zona de los montes Cárpatos y como una plaga endemoniada, en un par de años más tarde se expandió por toda Europa. Se dio comienzo así, a una larga y terrorífica dinastía dominada por el yugo despiadado e infernal de Azazyel; la mano terrenal que el Lucifer había puesto sobre la tierra para lograr ganar una batalla que venía dándose desde los comienzos mismos de la creación...