Los Guerreros del Sur
Introducción
Todo comenzó en el mes de septiembre del año dos mil cuatro. El pueblo se llamaba Icaño, y estaba ubicado en la provincia de Catamarca.
La mañana era soleada, en el cielo no se divisaba ninguna nube, la claridad contrastaba con el verde de la vegetación.
Esa mañana, Don Víctor, un paisano de ochenta y nueve años, estaba haciendo pastar a su majada de cabras.
Sentado a la sombra de un centenario algarrobo, con un cigarrillo en la boca, observa con atención que la cabra madrina comienza a actuar nerviosamente, eso hace que los demás animales de la majada se intranquilicen.
Don Víctor, al ver los movimientos intranquilos de sus animales, se pone de pie, apaga el cigarrillo contra el tronco del algarrobo, al tiempo que piensa: “¿Será el puma que anda merodeando?”
De repente, debajo de sus pies, la tierra comienza a estremecerse. La majada de cabras huye despavorida hacia sus corrales, Don Víctor corre tras ellas, todo a su alrededor se mueve alocadamente, por debajo suyo se oyen truenos, que recorren de sur a norte la tierra, los árboles se sacuden y sus troncos crujen al compás del movimiento, los postes de luz se bambolean de un lado para el otro, sostenidos solamente por los cables. Algunos de éstos no soportan el esfuerzo y caen pesadamente al suelo.
La tierra pareciera dar saltos; como si lo tiraran de una alfombra, Don Víctor se trastabilla y cae, levantando una nube de polvo por debajo de su cuerpo. Lleno de tierra se levanta y observa que su majada ya no está, ha desaparecido.
Sacudiéndose el polvo y tomando con su mano derecha el sombrero, corre hacia los corrales y al llegar se encuentra con que toda la majada está debajo del techo del corral. Don Víctor se acerca a la puerta y la cierra mientras con la vista confirma que no le falta ninguno de sus preciados animales.
Dos días más tarde, cerca de la estación caminera de la policía provincial, en las salinas grandes, al sudeste de la provincia de Catamarca, cerca del límite con la provincia de Córdoba, se divisa, muy tenuemente, por la acción del vapor que se levanta desde el asfalto, una silueta oscura que se acerca a gran velocidad.
Era una camioneta Toyota Hilux negra, con doble cabina y tracción en las cuatro ruedas, que se acercaba a unos ciento cincuenta kilómetros por hora. Al volante, se hallaba Triny.
Su nombre completo era Trinidad Chicay, de unos treinta y ocho años. Su apellido de descendencia aborigen la impulsó a estudiar arqueología.
Hace diez años que era arqueóloga, pero desde que era estudiante estaba tras la pista de una teoría, que pocos la tomaban en serio. Esta teoría, según ella, era que en América se habrían librado batallas de tal magnitud, que de ellas dependió la continuidad de la raza humana. Estos combates tuvieron como escenario a casi toda América, y gran parte de ellas habrían acontecido en lo que es hoy Argentina.
Triny, como buena mujer argentina, contaba con una belleza exótica y delicada, de una mezcla refinada de indígenas y europeos, con una figura bien formada, de mediana estatura. Su piel morena y su cabello ondulado y negro, le daban un marco sensual a los ojos oscuros y penetrantes. Justamente, esos ojos negros y profundos estaban clavados en la ruta.
Dentro de la cabina se podían escuchar los sonidos armoniosos de una de las famosas danzas húngaras de Johannes Brahms. A su derecha, sentado con la mirada también fija hacia el frente, se encontraba su fiel perro llamado Káiser.
Éste era un perro sin raza, su pelaje era marrón con rayas atigradas de color negro, en la jerga popular se lo conocía como barzino. Su fidelidad para con ella era tal, que fuera donde fuera, no se despegaba de su lado.
Faltando unos pocos kilómetros para llegar a la estación de servicio del pueblo de San Antonio, el celular de Triny comienza a sonar con una musiquita agradable. Ésta contesta y comenta que llegará en unos veinte minutos. Pasado este tiempo, la camioneta llega a la localidad de Icaño, ubicada al este de la provincia de Catamarca.
Es un pueblo de unos seis mil habitantes. Su microclima lo hace ideal para la agricultura y ganadería, ya que su cercanía con las sierras que dan comienzo a la precordillera, le procura una humedad poco común en la zona, a la vez que está cubierto por canales de riego, que llevan agua todos los días del año. Sus edificaciones son las habituales en el noroeste de la argentina. Las casas son levantadas con paredes de adobe y techos de chapa. Son muy humildes pero acogedoras. Tiene un centro urbano de pocas cuadras, el resto del pueblo se dispersa en todas las direcciones. Sus terrenos están divididos en parcelas que no superan las diez hectáreas. Su vegetación es la del monte semiárido, con gran cantidad de árboles autóctonos como el quebracho blanco y colorado, innumerable cantidad de algarrobos y mistoles, muy ricos en forraje para los animales del lugar, entre otras especies. Los lugareños se dedican a lo que se denomina la ganadería menor, la mayoría se aboca a la crianza de la cabra, como medio de subsistencia. Al estar a la vera de la precordillera, Icaño es una zona donde se han encontrado asentamientos de los diaguitas, uno de los pueblos precolombinos . Tal es así que en el centro del pueblo hay un museo donde se pueden exhibir los hallazgos hechos en la zona.
Al llegar a un cruce de caminos, la camioneta frena y dobla hacia su derecha, cruza un canal de riego y toma por una calle de tierra. El vehículo transita por esta calle unos dos mil metros y a la salida de una curva se encuentra con una casa típica de la zona. Esta casa estaba construida con paredes de adobe, las cuales la hacían muy fresca en el verano y acogedora en el invierno. El techo contaba con un cielorraso de cañas entrelazadas, y por sobre ellas se apoyaban chapas de cinc. Este techo estaba soportado por una vigas de quebracho blanco, apoyadas sobre columnas de quebracho colorado. En su frente contaba con una galería que recorría el largo de la casa. El patio era de tierra bien alisada y contaba en los fondos con grandes árboles de naranjas y mandarinas.
Atrás y hacia un costado, se encontraba el corral de las cabras, el corral de los chanchos y el gallinero, que sólo era usado por estos animales para dormir y poner sus huevos, ya que durante el día las gallinas andaban sueltas por el lugar.
Al llegar al frente de esta casa, la camioneta frena y toca bocina. Las gallinas que andaban por la calle, salen espantadas hacia la casa. Al ver este alboroto, los perros ladran al vehículo.
A la sombra de la galería, se observa la silueta de alguien que se asoma por detrás de la puerta del frente.
Triny toma un trago de agua mineral, al tiempo que acaricia la cabeza de Káiser y lo tranquiliza, ya que estaba gruñendo con fiereza a los otros perros. La silueta da unos pasos y se le oye decir:
—Llegás diez minutos tarde.
—Abuelo Víctor, vos siempre tan exigente con el horario —contesta Triny.
—Vos sabés m’hija, que en este trabajo no se puede perder el tiempo, más sabiendo la clase de personas que están detrás de esto.
Triny asiente con la cabeza y le pregunta:
—¿Dónde se encuentra?...
Su abuelo le responde diciendo que está sobre la ladera norte del Cerro Negro.
—¿Cómo ocurrió? —pregunta Triny, con curiosidad.
—Fue el día del sismo. ¿Te acordás que estábamos excavando sobre la ladera oeste del cerro?
—Sí —responde Triny.
—Bueno, al día siguiente del movimiento, fuimos a revisar que todo estuviera en orden y fue en ese momento que nos dimos con la sorpresa.
—¿Dejaste a alguien cuidando? —pregunta Triny, intranquila.
—Sí, dejé a tu amigo Marcelo a cargo, y vos sabés que cuando él está nadie se atreve a hacer nada raro.
Marcelo había nacido en la provincia de Entre Ríos, más precisamente en el pueblo de Seguí. Su nombre completo era Marcelo Vega. Tenía unos cincuenta años, pero aparentaba menos. Había pasado su juventud en la selva misionera y eso lo hacía una persona muy conocedora de la naturaleza. Con Triny se habían conocido hace unos siete años, en la inauguración del museo municipal de Icaño. En esa época trabajaba como guardaespaldas del gobernador, ya que contaba con el conocimiento de diversos tipos de artes marciales, y su pasado como militar lo habilitaba en el conocimiento de tácticas e inteligencia. Su hobby había sido siempre la arqueología, y fue después de esa larga charla que tuvieron con Triny, en la inauguración del museo, que renunció al trabajo como guardaespaldas y se dedicó de lleno a su vocación; desde entonces y hasta ese día, siempre donde hay alguna excavación dirigida por Triny, él estuvo presente, ya que ella, como arqueóloga en jefe de la Universidad de Córdoba, le consiguió un cargo en la Facultad y desde entonces está abocado a todos los trabajos de campo que ella comanda. Con el transcurrir de los años, la relación se fue afirmando hasta llegar el momento en que Triny lo llegó a considerar como un segundo padre.
Al escuchar que Marcelo estaba a cargo de la excavación, Triny se quedó más tranquila. Entonces, sin más rodeos, le preguntó a su abuelo si tenía todo listo.
—Sí —contestó Don Víctor.
Sin perder más tiempo, se abocaron a cargar la camioneta y partieron hacia el Cerro Negro.
El Cerro Negro es el pico más alto de la pequeña hilera montañosa que está ubicada al oeste del pueblo de Icaño. Antiguamente, era venerado por los nativos del lugar y era utilizado como cementerio, lo cual se desprende de los hallazgos que se habían hecho hasta el momento. Estos descubrimientos eran ricos en artesanías y en momias que, se estimaba, eran de una época más antigua que la precolombina. El cerro se llamaba así porque sus laderas eran ricas en grafito. El viaje hacia él se hacía por un sinuoso camino de sierras. En el horizonte se lo podía ver en todo su esplendor.
Triny, con los ojos clavados en el camino, manejaba con gran destreza; a su lado estaba Káiser y en el asiento del acompañante iba Don Víctor, con el cinturón de seguridad puesto y las uñas clavadas en el asiento. Un sudor frío le corría por la sien al ver pasar los barrancos a unos ochenta kilómetros por hora. Al salir de una lomada logran divisar la silueta de tres caballos, sólo uno de ellos con jinete: era Marcelo, que los estaba esperando con el nuevo medio de movilidad, para llegar a la excavación.
Cuando llegan, Don Víctor le pregunta si todo había estado en orden. Marcelo le responde que sí, salvo por un pequeño encontronazo con los hermanos Marcos y Andrés.
Marcos y Andrés eran dos de ocho hermanos, todos de muy buena familia, pero aquéllos habían elegido el mal camino desde chicos. Ahora de grandes, y viendo las riquezas que se pueden conseguir en las excavaciones, se dedicaban al saqueo, con la impunidad que les daba ser los apañados de uno de los personajes más poderoso del pueblo, el cual lucraba de muy mala manera con las cosas que aquéllos robaban y profanaban.
Mientras cabalgan hacia la excavación, Marcelo les comenta la forma no muy diplomática que tuvo que utilizar para disuadir a los hermanos. La cabalgata dura aproximadamente media hora. El paisaje semiárido estaba adornado de pastos bajos y pequeños arbustos. Los caballos iban a paso cansino por el sendero en ascenso, y justo por la ladera norte y por sobre una inmensa roca, divisaron una enorme grieta, de reciente formación. Una vez frente a ella, los tres jinetes desmontan y Triny toma una linterna, se persigna y entra al interior de la grieta.
Detrás de ella, ingresan Don Víctor y Marcelo. Káiser los sigue pero Triny le ordena que se quede afuera, entonces el obediente perro se sienta al lado de los caballos, atento a cualquier movimiento extraño que pudiera ocurrir en los alrededores. Luego de internarse unos diez metros, en el interior de la caverna, el haz de luz de la linterna que Triny llevaba en la mano, se detiene en una de las paredes. Triny agudiza la vista y logra identificar allí unas raras inscripciones. Se da vuelta y en voz baja dice a los demás:
—Éstas son runas muy antiguas.
Las runas era un tipo de escritura que tenían los aborígenes de la antigüedad, para dejar algún tipo de precedente de algo o alguien importante para la época. Éstas, específicamente, contenían una leyenda alegórica, que Triny en voz baja se dispuso a traducir:
“Aquí yace Amúk, uno de los más formidables guerreros que luchó contra la maldad de Elem y su hijo Mistra”.
Más abajo se veían otras runas que Triny también tradujo en voz baja:
“Las proezas de este guerrero, junto a sus hermanos y el Grupo de los Ocho, serán motivo de canciones que, como himnos, serán entonadas por el resto de los pueblos que ellos salvaron”.
Al terminar de traducir las escrituras en la pared de la caverna, la emoción embarga el cuerpo de Triny, y con los ojos llenos de lágrimas, le da su abuelo un profundo beso en la mejilla seguido de un fuerte abrazo, y lo felicita por el destacado descubrimiento. Mientras tanto Marcelo, ajeno a estos festejos, les sugiere seguir investigando en lo más profundo de la cueva.
Habrán pasado tres cuarto de hora cuando a unos quince metros más adentro, Marcelo la llama a Triny, que sale disparada hacia su encuentro. Al llegar, se da con la noticia de que estaban en el interior de una cámara de unos cuatro metros cuadrados. A Triny, el corazón casi se le sale del pecho cuando ve que en el centro de la cámara se encontraba un jarrón de barro, de unos noventa centímetros de altura, el cual estaba rodeado de pertenencias y ofrendas del difunto. La emoción iba en aumento al ver que algunas de las ofrendas no eran de la zona y otras eran de origen desconocido, hasta el momento. Al ver la cantidad de objetos que había en el interior de la cámara mortuoria, los tres se dan cuenta de que con lo que habían traído en la camioneta no les iba a alcanzar para recuperar y fechar todo lo hallado hasta ese instante. Entonces Triny decide hacer un llamado con su celular y pedirle a su esposo que le traiga más material de Córdoba. Luego de cortar la comunicación, escucha que su abuelo la llama. Éste le comenta que nota algo raro en esas escrituras. Triny las vuelve a mirar y dice a Marcelo:
—Creo haber visto en otro lugar este tipo de runas.
—Sí, son muy parecidas a las que encontramos hace dos años cerca de las ruinas de San Ignacio —responde Marcelo, agudizando la memoria.
La claridad que entraba del exterior se estaba haciendo cada vez más tenue, indicándoles que estaba anocheciendo. Los tres se disponen a armar el campamento para pasar la noche.
La cena fue rápida. Don Víctor y Marcelo ya se estaban preparando para dormir. En ese momento, Don Víctor ve que su nieta se levanta y va hacia la caverna. La llama. Triny lo mira y le dice:
—Duerme tranquilo, yo estaré adentro, tratando de descifrar las demás runas.
Así pasó toda la noche, sólo el haz de luz de su linterna la acompañaba dentro de la oscura caverna.
En un momento dado, y justo antes del amanecer, Triny siente el gruñido de Káiser, que la alerta, ya que su perro jamás gruñía en vano. Rápidamente, sale de la caverna y ve que sólo su abuelo estaba durmiendo. Triny se acerca y ve que la bolsa de dormir de Marcelo estaba vacía. Entonces en el momento en que se disponía a ver dónde estaba su amigo, sintió un fuerte golpe en la nuca y la oscuridad la envolvió.
Al volver en sí, vio que los hermanos Marcos y Andrés la tenían apuntada con un revólver. A su lado, atado de pies y manos, se encontraba su abuelo, todavía desvanecido por el golpe. Mientras Marcos, el mayor de los dos, le preguntaba cómo hacer para sacar las cosas de la caverna, Triny vio con sorpresa cómo éste cruzaba los ojos, los daba vuelta hacia atrás y caía pesadamente con el rostro contra el piso. Andrés se sobresaltó, y con pistola en mano amenazó de muerte a Triny.
En ese momento, y de la nada, apareció Káiser, y de un salto lo sujetó con sus mandíbulas de la muñeca, haciéndole tirar la pistola al suelo. Andrés, desesperado, trató de tomar un trozo de leña para golpear al enfurecido perro, cuando detrás de él y como un rayo apareció Marcelo que, tomándolo del cuello, le propinó una golpiza digna de una película de acción.
A todo esto Marcos ya estaba volviendo en sí, entonces en el momento en que estaba por incorporarse, Triny le grita a Káiser y éste sin dudar salta y lo toma con sus dientes por entre las piernas. Marcos queda helado al ver de dónde el feroz perro lo tiene sujeto; entonces Marcelo, con un golpe certero en la mandíbula, lo deja inconsciente en el piso.
En ese instante, Don Víctor vuelve en sí, y medio aturdido le pregunta a Marcelo dónde había estado. Éste le explica que cuando oyó gruñir al perro, se imaginó la situación y se escondió para ver qué sucedía y así atraparlos.
El sol del mediodía caía con fuerza sobre el Cerro Negro. Los tres, dentro de la caverna, escuchan el ladrido de Káiser, salen y, por el camino que el día anterior habían hecho, logran divisar una caravana de vehículos que se acercaba a gran velocidad. Por detrás del cerro, escuchan los sonidos de las aspas de un helicóptero. Los tres ven aparecer el helicóptero de la Universidad de Córdoba, que da un giro y desciende, levantando grandes cantidades de polvo. Los tres se cubren los ojos y logran divisar que de su interior desciende Hernán, el esposo de Triny, también arqueólogo; su trabajo no era de campo, sino que estaba en los laboratorios de la universidad. Cuando baja del helicóptero, éste observa rápidamente a los hermanos que estaban atados al tronco de un pequeño tala. Dando un fuerte beso a su esposa, le pregunta irónicamente:
—¿Parece que tuvieron una noche movida?
Con una sonrisa en el rostro le responde y a la vez le pregunta si trajo todo lo que le pidió.
La tarde caía pesadamente, con su calor agobiante, sobre el Cerro Negro. Todo lo indispensable estaba cargado en el helicóptero. Y sin perder más tiempo, parten hacia Córdoba.
Lo relevante del cargamento eran el jarrón y algunas pertenencias del muerto, como así también una copia fiel de las runas encontradas.
Una semana después, ya en la ciudad de Córdoba, luego de una minuciosa limpieza de lo hallado en el Cerro Negro, se disponen a realizar los primeros exámenes al jarrón. Uno de los estudios consiste en practicarle rayos x: confirman que en su interior se encontraba un cuerpo humano en posición fetal. Exactamente como sepultaban a los muertos en la zona del altiplano. A las armas, pertenencias y ofrendas se les realiza un estudio especial, el cual determina que su antigüedad estaba fechada allá por los comienzos de la humanidad.
Las runas eran lo más difícil de descifrar, ya que el deterioro por el tiempo transcurrido y la erosión habían hecho estragos en éstas. Mientras Triny trataba denodadamente de descifrarlas, Hernán se le acerca y le comenta que le pareció ver ese tipo de escritura cerca de las ruinas de San Ignacio. Triny le responde que ella también las asocia con ese lugar, pero que no recuerda exactamente dónde.
En ese momento, su esposo recuerda que en la última expedición a las ruinas, habían encontrado unos libros escritos en latín por un misionero jesuita llamado Gustavo, que había vivido en lo que hoy llamamos Las Ruinas de San Ignacio, en el período de la conquista española. De todos los manuscritos hallados, uno de ellos había sido el diario personal del padre Gustavo. Sin perder tiempo, Hernán se levanta del lado de Triny y se dirige al depósito donde estaban almacenados los hallazgos hechos en San Ignacio. Triny, siguiéndolo, le pregunta:
—¿Qué piensas encontrar en el depósito?
—No sé, pero tengo un presentimiento.
Los dos ingresan al depósito y comienzan a revolver todo lo que había allí.
Habrán pasado cerca de dos semanas, buscando y desempolvando, cuando Hernán le dice a Triny:
—Acá está lo que buscábamos.
Triny se acerca y se da con que Hernán había encontrado el diario personal del padre Gustavo.
En este diario, el misionero contaba sus vivencias transcurridas durante su estadía en la región mesopotámica. También contaba las grandes discusiones que tenía con sus superiores, ya que en esa época la iglesia dispuso que se destruyera todo lo que tenía que ver con alguna cultura o civilización anterior, a lo que siempre se negó, ya que constantemente pregonaba que había que cristianizar a los nativos, pero no desarraigarlos de sus culturas ni de sus antiguas creencias.
De todos los datos escritos en el diario, les llamó la atención uno que especificaba muy escuetamente una historia donde se involucraban a hombres y seres fabulosos en una lucha constante entre el bien y el mal.
Al final del diario se encontraba un mapa, el cual no especificaba ubicación alguna, sólo consistía en el dibujo de un peñón con dos cascadas que caían a cada uno de sus lados. Al ver este dibujo, los dos se miran con intriga y Triny le dice a su esposo que hará lo posible para encontrar este lugar.
Hernán le pregunta si tiene idea por dónde empezar. Triny le contesta que tiene algo en mente, ya que le pareció haber visto este tipo de geografía en la selva que está cerca de la triple frontera. Hernán le pregunta si está segura. Entonces ésta le dice:
—Tengo mis dudas, pero presiento que algo encontraremos en ese lugar.
—Yo iré haciendo los preparativos para la expedición, mientras tú recabas cualquier tipo de datos que nos pueda servir —le dice, mirándola, Hernán.
A las dos semanas de preparativos, Triny encuentra la posible ubicación del peñón: a unos trescientos kilómetros al oeste de la triple frontera, del lado paraguayo. Su esposo le comenta que será difícil llegar a esa región, ya que ahí es zona libre y sin ningún tipo de control, pero que se quede tranquila, él moverá algunos de sus contactos en ese lugar.
A fines del mes de noviembre, la excavación en el Cerro Negro había llegado a su fin. En ese momento, Triny logra reunirse con Marcelo para planificar la nueva expedición al Paraguay, la cual se deberá realizar dentro del mes de diciembre, ya que ese fue el plazo que les había conseguido Hernán, para no ser molestados mientras trabajaban en la zona. Una vez dispuesto todo, Marcelo viaja a Santa Isabel.
Este pequeño pueblo, de tan sólo cincuenta familias, está ubicado a unos doscientos kilómetros de la triple frontera, inmerso en el seno de la espesa selva paraguaya.
A los pocos días viajan Triny y un reducido grupo de calificados estudiantes de su cátedra.
Una vez en el pueblo de Santa Isabel se encuentran con Marcelo, que los estaba esperando con los vehículos y las herramientas necesarias para la expedición. Esa noche, hacen base en un pequeño hotel del pueblo, y al amanecer todo el grupo parte hacia el peñón. El viaje era extenuante, el calor sofocante y los insectos lo volvían más tedioso. Pero esto se lograba olvidar al contemplar el paisaje paradisíaco que los rodeaba. Luego de varias horas de viaje, por huellas y senderos tortuosos, bajando una de las tantas lomas y girando hacia su izquierda, logran divisar el peñón, el cual estaba adornado a cada lado por dos hermosas cascadas. El camino entraba por un pequeño claro en la selva. Entonces Triny, con voz firme, les dice:
—¡Éste es el lugar! Acamparemos aquí y mañana comenzaremos con los trabajos.
A la mañana siguiente, el grupo parte hacia el peñón. Una vez ahí levantan un segundo campamento, y dividiéndose en grupos, comienza la búsqueda.
Había pasado ya una semana y no lograban hallar nada, los ánimos estaban decayendo. De pronto, una de las estudiantes llama a Triny para mostrarle lo que había encontrado. Triny se acerca y se da con los restos de una artesanía de la época jesuítica. Triny se incorpora y, mirando a su alrededor, observa un enorme y añejo sauce llorón, majestuoso árbol que se encontraba al costado derecho del peñón, justo a la orilla de una de las cascadas.
Triny se acerca y, mientras inspeccionaba el lugar, se da con la sorpresa de que detrás del sauce había una roca, de un metro y medio de altura, que parecía estar tapando algo. Marcelo, con la ayuda de los otros estudiantes, hacen palanca y logran correrla hacia un costado. Se encuentran con que era la entrada de una cueva. Todos se disponen con sus respectivas linternas, y una vez adentro se encuentran con grandes cantidades de joyas, herramientas, alfarería, armas y, por sobre todo, muchos libros, algunos de ellos deteriorados por el paso de los años y la acción de los insectos. Triny, visiblemente emocionada, les dice a los demás que ése era el lugar que estaba buscando. Sin perder tiempo, comienzan los trabajos de recolección, fichando y datando lo hallado. Una vez que tienen todo apropiadamente embalado, disponen el traslado a Córdoba.
Ya en la provincia de Córdoba, Triny se aboca principalmente a los libros. La tarea no era sencilla, ya que se habían encontrado aproximadamente unos doscientos ejemplares.
Los días habían pasado. Ya era el 31 de diciembre de 2004, recién el treinta por ciento de los libros habían sido leídos por Triny.
De pronto, le llamó la atención un libro en particular, que era el más grande de todos. Justamente, éste había sido el último en ser descubierto, ya que era el que mejor escondido estaba. Triny lo toma en sus manos, lo revisa y nota que no tiene ningún tipo de inscripción, tanto en su lomo como en sus tapas. Entonces lo abre y sus ojos negros comienzan a enturbiarse por las lágrimas.
Esta emoción es causada al darse cuenta de que tenía en sus manos el libro que el misionero describía en su diario. En él se podían leer las hazañas de tres caciques guerreros de las Tierras del Sur, quienes, ayudados por hombres venidos de otros confines y seres fabulosos, salvan al mundo del mal que en esa época quiso conquistarlo. Con un nudo en la garganta primero y una carcajada después, le grita a su marido:
—¡Lo tenemos!
Luego de festejar el hallazgo con Hernán, se sienta en su sillón preferido, acaricia la cabeza de Káiser, que en ese momento estaba echado a su lado, se acomoda y comienza a leerlo. En el comienzo del libro, el misionero explica que se trata del relato de un cacique toba, que cuenta la épica historia de los habitantes de las Tierras del Sur y sus amigos venidos del norte…
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