lunes, 1 de noviembre de 2010

PRESENTACION DE "AGUAS EXTRAÑAS"

FRANGMENTO DE “AGUAS EXTRAÑAS”


Desde la ciudad costera de Arqüang un pequeño barco pesquero tomaba rumbo sudoeste acompañado por centenares de gaviotas.
En las polvorientas calles de la populosa ciudad, el capitán de una de las tantas flotas pesqueras enfilaba directamente hacia la taberna. El marino, pescador de enormes proporciones, piel blanca y espesa barba rojiza, tenía intenciones de saciar su sed y conversar con su amigo antes de internarse nuevamente a los peligros de su profesión milenaria.
Mackent pasó por el frente de uno de los tantos edificios religiosos que adornaban la ciudad y luego de dar vuelta en la esquina del burdel intentó entrar a la taberna. Pero esa acción que habitualmente hacía cuando estaba en tierra firme, le fue interrumpida porque desde dentro fue arrojado, como una cosa en desuso, un parroquiano realmente harapiento.
—¡No zarpen! —exclamó con los ojos casi saliéndose de sus órbitas—. ¡No zarpen! —volvió a implorar—. Días horribles caerán sobre ustedes ¡No se hagan a la mar! ¡No zarpen! —siguió gritando mientras se perdía en las polvorientas calles de la ciudad.
Sorprendido por la irrupción enajenada del mendigo Mackent se tomó unos segundos y mirando como éste desaparecía entre el gentío que circulaba por las callejuelas, entró a la cantina.
El bar se llamaba “El Pescador”. Era atendido por Elmeristo, un antiguo pescador que supo tener un accidente casi fatal en una de sus incursiones. En dicho infortunio Elmeristo, perdió su pierna derecha y los médicos de la ciudad se la reemplazaron por una de madera.
Elmeristo al igual que Mackent y como la mayoría de los habitantes de la ciudad de Arqüang era de piel blanca, cuerpo fornido, gran talla, prominente barba y cabellos rojos como el fuego.
Una vez dentro de la taberna Mackent se encontró con el panorama habitual en ella. Marinos, soldados, campesinos, tahúres, prostitutas, y algún que otro parroquiano provenientes de lejanas tierras que tomaban cerveza, jugaban al Unduraí, un juego de naipes por el que muchos de sus jugadores perdían todo lo que tenían, o arrojando cuchillos contra una pared que tenía dibujado un blanco. El ambiente como de costumbre, era denso y pesado; risas socarronas, insultos, discusiones y algún que otro pleito eran moneda corriente en ese lugar y a esa hora del día.
Mackent se acercó a tabernero, le pidió su acostumbrada pinta de cerveza negra y mientras Elmeristo se la entregaba en mano, por detrás oyó que alguien lo llamaba por su nombre.
Dando un primer sorbo a la fresca bebida Mackent giró para ver quien lo llamaba y de una de las mesas que se encontraba justo al fondo del local y al lado de una de las columnas que soportaban el peso del techo, vio a su timonel que con su mano derecha le hacía seña para que se acercara a su mesa.
—Lleva una ronda a esa mesa —le ordenó Mackent al tabernero y partió hacia el lugar de donde era llamado.
Luego de negarse a la proposición indecente de una de las prostitutas del lugar, Mackent se acercó a la mesa y mientras se sentaba saludaba a su timonel y amigo Kabul.
—¿Cómo estás? —le preguntó estrechándole su diestra.
Kabul era un enorme moro de casi dos metros de altura, como todos los originarios de los pueblos de la costa del sur del continente. Su contextura era firme y fornida. Descendiente de cazadores, la vida los llevó por muchos rumbos hasta que en uno de esos vericuetos que ésta tiene se topó con Mackent. La necesidad de mantener a su familia y la falta de presas lo llevó a enlistarse en el mismo navío donde se había enrolado Mackent en aquellos años de juventud. Ahí fue donde forjaron su amistad.
En esa época fueron asignados al barco de uno de los más afamados y virtuosos capitanes del reino de Vandcrafts. Juntos surcaron todas las rutas marítimas, conocidas por entonces, en búsqueda de cardúmenes de Sardinejas. Trabajando duro, haciendo horas de más y ahorrando hasta él ultimo céntimo, después de varios años, Mackent y Kabul lograron adquirir, lo que en ese tiempo sería, su primer barco pesquero. El “Nerida”, bautizado con ese apelativo en conmemoración a la diosa de los mares a la cual todos en el reino de Vandcrafts rendían tributo. Era una nave robusta pero con muchos viajes a cuesta.
Los primeros tiempos al mando del Nerida fueron muy difíciles pues las ganancias apenas alcanzaban para pagar la cuota del barco y a su tripulación.
Luego de pasar muchas penurias familiares por la escasa cuota que ambos llevaban a sus familias y desencantados por no saber como torcer el destino que los asediaba, los vientos de la fortuna cambiaron para bien y las cosas mejoraron sustancialmente, hasta el punto de llegar a formar una flota propia de cinco barcos pesqueros; cada uno con su capitán y tripulación estable.
Estos navíos fueron bautizados con distintos nombres. “Arnus” fue en conmemoración al nacimiento del primer hijo de Kabul, “Aargos” por el abuelo de Mackent, “Pittar” por la madre de Kabul, “Galia” por la esposa de Mackent y “Gárgan” por el puerto donde comenzó la amistad entre Mackent y Kabul.
Esos tiempos de antaño fueron de bonanza y prosperidad. Pero las cosas, con el correr de los años comenzaron a tomar un rumbo más complicado. El frío del invierno se extendía mucho más tiempo que lo habitual. La situación de los pescadores se tornaba cada vez más peligrosa ya que las viejas y conocidas rutas, no eran lo fructíferas como lo eran en años anteriores. Las Sardinejas comenzaban a escasear y se debían recurrir a rutas mucho más alejadas y peligrosas. Hasta algunos, los más osados o los más necesitados, se aventuraban a abrir e investigar nuevas rutas con el consabido peligro que eso les podría acarrear.
—¿Cómo estás? —le preguntó Kabul a Mackent, mientras éste se acomodaba en su silla—. Te presento a Kandor —le dijo justo cuando el tabernero les ponía las jarras de cerveza sobre la mesa—, él es mi cuñado —agregó.
Mackent lo saludó estrechando su fornida mano derecha y escuchó nuevamente a su amigo.
—Quickoff es su hermano —lo presentó Kabul—. Y Wofts es su hijo.
Mackent los saludó uno por uno y le preguntó a su amigo si ellos habían tenido alguna experiencia en este tipo de trabajo o si habían servido alguna vez en algún barco pesquero.
—Kandor y Quickoff sirvieron en el Hauckass —dijo Kabul—. Wofts es el único nuevo en todo esto —añadió.
—Pero como verás ya está casi listo para su iniciación —interrumpió diciendo casi con premura Quickoff.
Luego de observarlos detenidamente, cruzando sus miradas, Mackent tomó su último trago de cerveza, le pidió al tabernero otra ronda y mientras éste se retiraba para traerle el nuevo pedido, Mackent le preguntó a Kabul:
—¿Ya les dijiste cuáles son las reglas?
—Sí —Kabul.
—¿Ya saben cómo y cuánto van a cobrar?
—¡Sí! —respondieron los tres casi al unísono.
—En doce horas zarparemos —dijo Mackent—, los quiero de inmediato listos en sus puestos —agregó.
Al escuchar el tono de orden que Mackent impuso a sus palabras los tres se pararon de golpe, pero fueron detenidos por su ahora capitán.
—Primero terminen sus cervezas. Por ahí ésta podría ser la última —añadió mirando de reojo a Kabul.
Luego de terminar, casi sin saborear las cervezas, los tres nuevos tripulantes de la flota de Mackent y Kabul se levantaron, dieron las gracias por haberlos incorporado y raudamente partieron hacia los muelles.
—Tiempos difíciles se nos avecinan. Vaticinó Mackent, mientras veía como sus nuevos tripulantes salían de la cantina.
—¿Tanto es así? —preguntó Kabul.
—Me temo que ya no quedan rutas conocidas para seguir los cardúmenes. Explicó Mackent.
—¿ Hacia dónde estarán migrando? —preguntó Kabul.
—No lo sé. —Respondió Mackent—, lo que “sí” sé es que en su último viaje el Ordinas regresó con tres barcos menos y la mitad de su carga —agregó con preocupación.
Tomando otro trago de cerveza Kabul, se rascó la cabeza y preguntó:
—¿Qué ruta habrán tomado?
—Ninguna —respondió Mackent—. Su capitán se aventuró en aguas extrañas, arrastrados por la falta de pesca en las habituales rutas.
Sabiendo que en algunas horas ellos también partirían hacia alta mar, Kabul pensó que les podría suceder algo parecido. Por eso con preocupación le dijo a su amigo:
—Mal momento eligió mi cuñado para pedirme trabajo.
—Así parece —le respondió Mackent.
Luego de tomar una nueva ronda de cerveza los dos amigos y socios se levantaron de la mesa,abonaron lo consumido al tabernero y se retiraron en dirección a los muelles. Caminando por el lodazal en que se habían convertido las callejuelas gracias a la persistente llovizna que se había desatado en esos momentos, a tres calles antes de llegar a los muelles Kabul y Mackent escucharon primero y vieron después al mismo harapiento gritando a viva voz.
“¡No zarpen! ¡No se hagan a la mar! ¡El infierno está allí!”
Pero en el preciso momento que ambos pasaron frente a él, detuvo sus gritos, se acercó con sus ojos desorbitados y apuntándolos con su dedo índice tembloroso les dijo:
—¡No zarpen! No regresarán si lo hacen.
—¿Por qué dices eso? —preguntó Mackent.
—Sólo tu mirada tiene la respuesta —le respondió el pordiosero, —y créeme, cuando seas como yo no lo creerás.
Mackent y Kabul notaron que la voz de enajenado había cambiado. No era esa desquiciada y casi enferma. Esta vez notaron mucha lucidez y por sobre todo mucho misterio.
Mirándose entre sí con sorpresa, por las palabras del indigente, Mackent y Kabul sin decir nada al respecto siguieron con su caminata hacia los muelles. Atrás dejaron al harapiento con sus gritos de mal augurio a todo pescador que osaba pasar frente a él.
Con el Nerida, como barco insignia de la flota de Mackent y Kabul, entraban a aguas profundas seguidos en prolija formación por el resto de la fota.
Tomando con firmeza el timón Kabul le preguntó a su amigo y capitán:
—¿Qué ruta usaremos?
—La ruta suroeste.
La ruta elegida por Mackent era la más alejada de todas las rutas conocidas hasta ese momento. Muchos pescadores la obviaban por su gran distancia de la costa y por las peligrosas corrientes que circundaban. Pero según los dichos del capitán del Ordinas, esa era las que más Sardinejas tenía.
Luego de navegar cuatro noches con sus días en dirección suroeste, los cinco pesqueros llegaron al sitio que habían buscado. Allí se encontraron con algo que no era para nada habitual para esas latitudes.
—¿Témpanos tan al sur? —preguntó con sorpresa Kabul.
—Así parece —respondió Mackent.
—No creo que haya pesca aquí —expresó casi con fastidio Kabul.
—Me temo lo mismo. Agregó Mackent y dando una orden con sus brazos  hizo reunir a todos los barcos en torno de su navío.
Luego de deliberar por varios minutos con los capitanes de los demás barcos, Mackent ordenó arrojar las redes en ese lugar.
—Si en todo este día no tenemos suerte sigan a mi barco. Les comunicó a sus capitanes.
Sin decir nada al respecto y confiando como siempre en Mackent, se retiraron tomando cada uno su posición. Cuando todo estuvo listo comenzaron a arrojar las redes al mar.
La noche los tomó por sorpresa. La faena había sido dura y todos esperaban levar las redes y tomarse el merecido descanso que la noche les brindaría. Al día siguiente y con los primeros rayos del sol la tripulación de cada uno de los barcos comenzó a hacer el recuento de lo producido el día anterior. Antes de arrojar nuevamente las redes al agua, en el Nerida, Mackent y Kabul vieron con desazón que en las bodegas no había ni la décima parte del botín conseguido en un mal día de pesca.
Al ver eso Kabul miró con desasosiego a su amigo y éste le ordenó, casi con resignación, que ponga rumbo sur.
—Jamás se ha ido más allá de esta ruta —le susurró Kabul por lo bajo, para que nadie escuchase el tono de preocupación en su voz.
—El Ordinas lo hizo. Respondió Mackent sin quitar su mirada del horizonte.
—Pero perdió tres barcos de su flota —le recordó Kabul.
—Sí, lo sé —expresó Mackent—. Pero trajo sus bodegas llenas —resaltó.
—¿Pero a qué costo? —cuestionó su amigo.
—Al que todos estamos expuestos cuando salimos a alta mar —le replicó Mackent.
—¿Y si probamos en otras rutas? —preguntó Kabul.
—Ya sabes que eso es inútil —le explicó Mackent—. Sería una pérdida de tiempo y tiempo es lo que menos nos sobra —agregó.
—Pero por ahí lo que nos ordenas nos hará perder vidas. Le recriminó Kabul.
Sabiendo que su amigo tenía razón, en lo que le cuestionaba, Mackent se puso firme y le repitió la orden: “Pon rumbo hacia el sur”.
Kabul tratando que el resto de la tripulación no escuchase su entredicho con Mackent, con desgano y un ampuloso gesto de fastidio, giró con fuerzas el timón y colocó la proa en la dirección fijada por su capitán. Al ver ésto, el resto de los barcos copiaron la maniobra y por primera vez en tantos años de navegación la flota de Mackent y Kabul entraba en aguas jamás exploradas, en aguas desconocidas. En realidad por primera vez, con el Nerida a la vanguardia, la flota empezaba a navegar por aguas extrañas.
Habiendo surcado por espacio de más de un día esos mares desconocidos, en un momento dado, a la distancia se oyó un resoplido en el agua.
—¡Ballengas! —gritó el tripulante del Nerida que estaba apostado en el carajo del mástil principal.
—¿Dónde? Preguntó Mackent.
—A babor —respondió el tripulante desde su lugar de observación.
—Llévanos hacia ellas —le ordenó Mackent a su amigo.
De inmediato Kabul giró con velocidad y firmeza el timón poniendo la proa en dirección al lugar donde se veían los chorros de agua que despedían los enormes animales al salir a la superficie. Sobre la cubierta del Nerida, la tripulación toda, recobró el ánimo y la esperanza, ya que todo pescador sabía que donde había Ballengas habría Sardinejas. A toda vela y con una fuerte brisa a favor las cinco embarcaciones siguieron el parsimonioso andar de las Ballengas.
Habiendo pasado todo un día detrás de estos animales vieron como la Ballenga, que involuntariamente los guiaba, desapareció de improviso de la superficie del agua. Al enorme animal marino se le unieron las demás; y fue ahí donde Mackent ordenó a Kabul:
—¡Allí, llévanos allí!
Luego de dirigir el barco en la dirección señalada por su capitán y cuando estuvieron en el lugar exacto Mackent ordenó arrojar las redes.
Al ver este movimiento desde las demás embarcaciones, sus capitanes hicieron lo mismo y a medida que llegaban al lugar de a uno en uno, comenzaron a arrojar las redes al mar.
La primera red recogida fue seguida de una exclamación de alegría y esperanza, porque salió del agua atestada de Sardinejas. Así la algarabía se fue dispersando por las demás naves. Los tripulantes todos no daban abasto para recoger tanto pescado. Cerca de ellos y mientras las redes salían una y otra vez repletas de Sardinejas, las Ballengas, que los habían guiado, seguían dándose un festín al compás de una atonal y dulce melodía, a lo cual los pescadores ya se habían acostumbrado. Tratando de imitar estos cantos y en tono de agradecimiento Mackent se acercó a la barandilla y sacando medio cuerpo de ella comenzó a copiar las canciones. Eso fue imitado por Kabul; y luego, de uno en uno, todos los tripulantes de los navíos, comenzaron a entonar esas melodías dando a la jornada de trabajo una aura más que especial.
Abrumados por la tremenda pesca que estaban teniendo, nadie se percató en ningún momento que desde el sur unos negros y amenazantes nubarrones comenzaban a ganar los cielos.
En un pequeño descanso en su tarea, Kabul levantó la vista y los miró con desconfianza.
—No me gustan para nada esas nubes.
—A mí tampoco —respondió Mackent—, antes del anochecer quiero que recojan las redes y se preparen para una posible tormenta —agregó.
Con el anochecer casi sobre ellos y con las redes ya recogidas, todos se prepararon para pasar la noche con la alegre melodía de las Ballengas de fondo.
—Ya están sobre nosotros —le comentó Kabul a su amigo.
Éste miró hacia los cielos y observó por última vez las estrellas que tantas noches les habían hecho compañía.
De pronto los cantos de las Ballengas se detuvieron casi de golpe. Todos notaron ese acontecimiento. Pero desde la nada y como un ser fantasmagórico el viento comenzó a soplar y con él, el mar comenzó a picarse de un modo extraño para los ojos de los marinos.
Mackent a los gritos ordenaba a sus hombres mantenerse cada uno en sus puestos, mientras Kabul luchaba con fuerza para mantener fijo el timón.
Pasado unos minutos, al viento que iba en aumento, se le agregó una fuerte y molesta lluvia. Al cabo de media hora más o menos, la tormenta propiamente dicha cayó con toda su furia sobre las cinco embarcaciones. La tripulación del Nerida y la de los demás barcos ya habían vivido tormentas parecidas. Pero ésta en especial tendría algo que nadie, hasta ese momento, había visto o sentido jamás en su vida de pecador.
Los minutos parecían horas y las horas días. Los marineros luchaban a destajo para mantener su barco a flote. Kabul casi en el límite de sus fuerzas era ayudado por Mackent para sujetar con firmeza el timón.
—Jamás vi una tormenta así —comentó Kabul.
—Yo tampoco —asintió Mackent.
Los vientos cruzados y las corrientes circulares luchaban para hacer girar a los barcos. Al tiempo que las enormes olas pugnaban con obsecuencia por tumbarlos. Los relámpagos iluminaban con intermitencia al cielo. Gracias a ello Mackent podía ver, de vez en cuando, a los restantes barcos de su castigada flota.
De pronto un espantoso rayo cayó justo sobre el mástil del Arnus;  uno de los barcos de la flota que se encontraba más cerca del Nerida. Pero eso fué lo último que Mackent supo del Arnus. De ahí en más no lo volvió a ver.
Desde el Nerida, Mackent y sus tripulantes veían entorpecida su visión gracias a la cortina de agua que caía desde las nubes. Con sus cuerpos cansados y sus mentes agotadas todos, incluso Mackent, rogaban a sus dioses que la feroz tormenta amainara tan solo un poco. Pero lejos de que ésto ocurra, la misma intensificaba aún más su poderío.
—Debemos vaciar las bodegas. —sugirió Kabul.
—Esperemos un rato más —dijo Mackent.
—Parece que el mar se ha enojado por pescar en estas aguas. Comentó uno de los tripulantes que estaba a escasos metros de Kabul.
Al oír eso a Mackent le vino a la mente los dichos de aquel enajenado que gritaba a las afuera de la ciudad.
De pronto y como si todo fuera un verdadero despropósito, las olas comenzaron a alzarse debajo y alrededor del Nerida. La embarcación se zarandeaba, las maderas crujían y los mástiles se batían de un lado a otro. En un momento, y si no fuera por la pericia de Kabul y la excelente construcción del barco, casi dio una vuelta de campana.
—¡Arrojen la carga al mar! —ordenó a los gritos Mackent, al ver que el peligro de zozobrar estaba cada vez más latente.
Sin dudarlo y sin pensar en lo difícil que les había resultado llenar las bodegas, los tripulantes del Nerida comenzaron a vaciarlas. La sorpresa a todo esto, fue que luego de lanzar el último pescado por la borda, primero fueron las olas que de improviso amainaron su ferocidad; luego el huracanado viento se convirtió en una leve brisa y más tarde las negras y espesas nubes dejaron de arrojar agua desapareciendo súbitamente.
—¿Cuántas horas estuvimos en la tormenta? —preguntó Mackent, mientras el resto de la tripulación miraba azorado el cielo.
—Según mis cálculos tres o cuatro horas —respondió Kabul.
—Hay algo que no concuerda —expresó Mackent, mirando hacia el cielo como el resto de sus hombres—. Ya es de día.
—Debería ser de noche todavía —explicó Kabul.
—Pienso lo mismo que tú —dijo Mackent.
—No veo a ningún de los otros barcos —le comentó un tripulante a otro.
Al escuchar eso Mackent se acercó al mástil principal, se trepó por éste al carajo y oteando a los cuatro vientos no logró ver a ninguno de los cuatro barcos de su flota. Al descender se acercó a su amigo y le comentó con intriga:
—¡Qué raro es todo esto! No se ve a ninguno.
—¿Habrán zozobrado? —preguntó Kabul.
—No sé —dijo Mackent—, puede que sí —añadió con preocupación.
Pero todos sabían que cuando un barco naufraga, siempre quedan restos flotando durante días en el lugar del accidente y en ese momento a horas de haber amainado la tormenta nada de eso se podía ver. Sin saber que hacer y creyendo en el supuesto buen criterio de los demás capitanes, si estos estuvieran vivos, Mackent con su barco mal trecho, en aguas totalmente desconocidas y extrañas, luego de haber pasado por la peor tormenta de su vida y con la pérdida total de su flota, le ordenó a su amigo y timonel poner rumbo hacia la ciudad de Arqüang.
Guiados por el sol, como referencia, el Nerida comenzó su nueva travesía hacia sus hogares. Antes del medio día Kandor, cuñado de Kabul, se acercó a Mackent y por lo bajo le dijo que solo restaban tres barriles de agua.
—El resto se rompió durante la tormenta —le explicó con voz preocupada.
Sabiendo que esa era la peor noticia que podía escuchar, Mackent le ordenó a Kandor reunir a toda la tripulación. Luego de que todos estuvieran en cubierta, se paró junto a Kabul y se dirigió a ellos:
—Tenemos agua para la mitad de nuestro viaje de regreso —comentó en tono firme.
Luego del murmullo súbito de sus hombres continuó.
—Debemos racionarla al extremo, si no, no llegaremos a puerto —explicó a sus hombres.
Poniendo a Kandor como el encargado de preservar y racionar el agua, se paró junto a Kabul y le indicó cual sería, a su parecer, la ruta más apropiada y rápida para llegar a Arqüang.
Ese día fue realmente muy tranquilo. El viento de popa ayudaba a acelerar al barco a casi su máxima velocidad. Pero al caer la noche Mackent ordenó detener la marcha. Kabul obedeció de inmediato la orden y junto a su amigo se puso a contemplar el cielo nocturno.
Las estrellas que normalmente marineros avezados como ellos, usaban para guiarse por las noches ya no existían y las demás estaban pero en posiciones totalmente distintas.
—¿Qué haremos ahora? —preguntó Kabul totalmente desorientado.
—No lo sé —respondió Mackent totalmente atribulado por lo que les estaba sucediendo.
Sin sus aliadas, las estrellas como guías, navegar en el océano era una verdadera odisea, más en esa zona totalmente inexplorada y para peor teniendo la urgencia de tocar tierra firme por la escasez de agua que había en las bodegas. De pronto a Mackent le vino algo a la mente.
—¿Cuál fue la primera estrella que viste cuando anocheció? —le preguntó a Kabul.
Tomándose su tiempo Kabul la buscó y cuando la encontró se la señaló.
—¡Esa! —exclamó Kabul— esa que titila con colores azules y magenta —explicó.
—Bueno —comentó Mackent—. Tomando como referencia a esa estrella seguiremos el viaje —ordenó.
Aceptando como lógica esa orden, Kabul tomó el timón, fijó el curso en dirección a la estrella y desplegando sus velas, el Nerida comenzó nuevamente con su travesía.
—¿Dónde llegaremos? —le preguntó Kabul, todavía desorientado.
—Ojala que a tierra firme —respondió Mackent, con preocupación sabiendo que en ese momento estaban navegando a ciegas en aguas totalmente desconocidas para ellos.
Después de navegar durante toda la noche y luego de tomarse su merecido descanso, Kabul se adueñó nuevamente del timón. Cuando el amanecer comenzó a hacerse presente con su amigo, Mackent y todos los tripulantes del Nerida se encontraron con una desgarradora y patética sorpresa.
Si los cálculos de Mackent  hubieran sido los correctos, como siempre sucedía, el sol, esa mañana, debería haber aparecido justo al frente de ellos o por lo menos algo inclinado hacia babor o hacia estribor. Pero esa mañana apareció por el horizonte que tenían a estribor. O sea que durante toda la noche el Nerida había navegado en una línea totalmente transversal a la fijada previamente por Mackent.
—¡Te has dormido! —le recriminó Kabul al tripulante que todavía sostenía el timón.
—No. ¡Te juro que no!
—Lo estuve vigilando todo el tiempo y ha estado atento en todo su turno. —expresó Mackent, interrumpiendo la discusión que se estaba por desatar.
—¿Y entonces como me explicas eso? —le refutó Kabul señalándole con su mano derecha el sol.
—Sé lo mismo que tú —dijo Mackent—. Toma el timón y enfila hacia el sol —le ordenó, seguidamente, como si éste fuera casi un novato en ese milenario arte.
Lo que Mackent sabía realmente, para sí mismo, era que en un momento como ése, el peor pecado sería demostrar un pequeño atisbo de flaqueza. Ya que eso y con los problemas que podrían seguir surgiendo la sombra de un motín comenzaría a sobrevolar la embarcación.
Luego de navegar por espacio de medio día Kabul le cedió su puesto a Mackent y se fue a descansar. Al pasar por la bodega escuchó  insultos y gritos; bajó apresuradamente por la escalera y vio a Kandor defendiendo, espada en mano, a los dos últimos barriles de agua de un grupo de marineros alborotados por la escasez del vital líquido.
—¿Qué está sucediendo? —preguntó con voz fuerte y firme Kabul.
—No quiere repartir el agua —respondió uno de los exaltados.
—Se la está tomando solo —agregó otro.
—¡Queremos agua! —exigió un tercero.
Kabul se interpuso entre éstos y Kandor, tomó su espada y con voz iracunda y firme les advirtió:
—Kandor repartirá el agua según las órdenes de Mackent. Al que le guste bien y al que no, se las verá conmigo —dijo— ¿O esto lo tengo que tomar como la iniciación de un maldito motín?
Sabiendo que Kabul era un eximio luchador y de muy poca paciencia, nadie se artevió a objetar esos dichos.
—¡Vayan cada uno a sus puestos! —les ordenó casi sin dejarlos pensar.
Mientras los marineros se retiraban en silencio, Kabul le agradeció a su cuñado la entereza que tuvo en esa situación y éste luego de aceptar tal agradecimiento le preguntó:
—¿Y las demás embarcaciones?
—No lo sé —le respondió—, no lo sé.
—En ellas iban Quickoff y Wofts.
—Si eso lo sé —dijo Kabul—, espero que sus capitanes hayan tomado una buena decisión —agregó.
—Pero desaparecieron —dijo Kandor.
—Sí,  pero ahora debemos preocuparnos por nosotros —agregó—. El mar a veces te hace ser egoísta y mezquino.
Al regresar al timón, Mackent preguntó por el revuelo en la bodega.
—Algunos ya comienzan a desesperarse —le explicó Kabul, mientras tomaba nuevamente el timón.
—Cuando anochezca estaremos juntos para ver si todo está en su justo lugar —comentó Mackent. Y así fue.
 Cuando apenas el sol comenzó a desaparecer en el horizonte, Mackent se colocó junto a Kabul y ambos comenzaron a observar los cielos para tratar de descubrir nuevamente a la estrella que los había guiado la noche anterior. Ambos se quedaron boquiabiertos al ver que la misma se encontraba, en ese momento, justo por detrás de ellos. Teóricamente y si todo había transcurrido en sus cánones naturales, como creían, esa estrella debería haber aparecido justo por delante de ellos.
Ya en la cabeza de los dos marinos no cabían otra cosa que la desazón y la sorpresa. La noche en ese momento pareció haber dado un giro de ciento ochenta grados. Lo que en la noche anterior estaba al frente, en ese momento, estaba justamente en la dirección contraria.
—Estamos navegando en círculos —dijo Kabul, maldiciendo su suerte.
—Lo dudo —expresó Mackent.
—¿Y entonces? ¿Cómo explicas esto?
—No lo sé; mantén firme el rumbo —le ordenó  aduciendo que mantuviera la misma dirección con la que estaban navegando.
Tomando una nueva estrella como referencia Kabul mantuvo el rumbo fijado y junto a él se apoltronó Mackent.
—Estaré contigo toda la noche —dijo—, cuatro ojos miran mejor que dos.
Toda la noche mantuvieron el rumbo preestablecido. Ambos se percataban de a ratos de no salirse del curso. Sus años de navegantes les decían que iban por buen camino y sus experiencias les marcaban que estaban haciendo las cosas bien. Pero todo se les derrumbó al ver los primeros rayos del sol, ya que comenzaron a salir por el horizonte que tenían justo por detrás de ellos. Los marinos se miraron incrédulos por lo que estaban viendo. ¿Si el sol estaba por popa al atardecer del día anterior y si no habían cambiado el rumbo en el transcurso de la noche? ¿Por qué el sol volvía a salir, ese día, por popa? Si en realidad debería haber salido por proa. Esas fueron las preguntas que ninguno de los dos supo responder.
Sin modificar el curso, aunque los cielos se les presentaran extraños e ilógicos, al anochecer Mackent tomó una decisión riesgosa.
—¡Echen anclas y mantengan el barco firme en esta posición! —ordenó, al momento en que Kandor le traía la mala noticia de que sólo quedaba un barril de agua.
Mackent obvió esa información ya que si no encontraba una respuesta rápida a lo que les estaba sucediendo, a nadie debería importarle la falta de agua; total de igual modo morirían en esas aguas extrañas.
En la soledad del inmenso mar el Nerida quedó varado y sujeto en la dirección que había navegado todo el día anterior. Con la noche encima notaron otro cambio notorio en el firmamento y controlando que las corrientes no hicieran girar al barco, Mackent le expresó a Kabul:
—Apenas amanezca zarparemos nuevamente.
—¿En que dirección?
—En la que mantuvimos durante todo el día de ayer.
Al día siguiente la sorpresa los envolvió otra vez al escuchar gritar al tripulante que estaba apostado en el carajo.
—¡Estamos salvados! —gritaron algunos marineros.
—¡Yo sabía que nuestro capitán nos llevaría por buen rumbo! —exclamó otro, casi con lágrimas en sus ojos.
Otros reían como locos, algunos lloraban, pero todos sin excepción les daban las gracias a Mackent y a Kabul por haberlos llevado a tierra firme.
Llegando a aguas menos profundas Mackent ordenó detener el barco y junto con Kabul más un grupo reducido de hombres, descendieron en botes.
Remando sobre aguas extremadamente cristalinas y con un verde jade que los deslumbraba, llegaron a la extensa playa que se perdía en ambos extremos del horizonte. Al pisar la suave y blanca arena Kabul le dijo a su amigo:
—Esto no estaba aquí ayer.
—Tienes razón, esto no estaba aquí —comentó Mackent totalmente azorado por la belleza y el misterio que rodeaba a dicho lugar.
Con todos los hombres sobre la playa Mackent ordenó desenvainar las espadas y liderando el grupo les ordenó que lo siguieran.
La hermosa y blanca playa estaba adornada de enormes y frondosas palmeras, algunas muy derechas y otras inclinadas le daban una vista muy peculiar a esas costas. Caminando unos cincuenta metros los hombres, con Mackent a la cabeza, se toparon con una inmensa pared verde. Una tupida selva se erigía frente a ellos. Con el ulular de los pájaros y el aullido de algunos animales, todos tomaron coraje y se internaron en la misma. A fuerza de espadas fueron abriendo una brecha,que les permitía internarse cada vez más profundo en la jungla. Al cabo de una hora, más o menos, Kabul oyó el sonido que hace el agua cuando recorre un camino pedregoso.
—¿Escuchas lo mismo que yo? —le preguntó a Mackent.
—Sí, y parece que viene de allá —dijo Mackent señalando con su mano hacia el frente.
Apurando la marcha y luego de media hora más de caminata, se toparon con una pequeña pradera de pastos cortos y de escasa extensión. A un costado de ella y emergiendo de las entrañas mismas de la selva, que había del otro lado, un manantial de tan solo cuatro metros de ancho recorría toda la extensión de la planicie.
Al ver esa idílica imagen, con alegría pero a su vez con mucha cautela, Mackent y los demás se acercaron a la corriente de agua. Al llegar de sus mochilas extrajeron las cantimplas y comenzaron a llenarlas de agua.
Las cantimplas eran unos recipientes hechos con la vejiga de Sabu, animal criado como ganado y muy apreciado por su carne. A las vejigas se las dejaba secar y luego de curarlas con ungüentos especiales se las cosía y se las forraba con el mismo cuero del Sabu. Estas cantimplas eran muy apreciadas por marineros y expedicionarios, porque en ellas se podía transportar algo más de dos litros de agua la cual se mantenía fresca por mucho tiempo por más que el sol le diera de lleno.
Luego de llenar cada uno su cantimpla, Mackent les ordenó a sus hombres volver al barco y decir al resto de la tripulación que desciendan y se aboquen a llenar las bodegas de agua.
—Vayamos a explorar —le sugirió Mackent a su amigo Kabul.
Sin dudar siguió los pasos de su capitán y los dos comenzaron a caminar arroyo arriba.
Luego de un espacio corto de tiempo y habiendo perdido de vista el lugar donde habían quedado los demás, cruzaron por sobre unas piedras el arroyuelo y tomaron por el recodo que éste hacía hacia el interior de la jungla. Internándose cada vez más dentro de la selva, a lo lejos, a unos quinientos o mil metros aproximadamente, lograron divisar el humo de lo que parecía ser una hoguera. Ambos se miraron y con mucho sigilo caminaron hacia dicha columna de humo. Al llegar se ocultaron detrás de unos matorrales donde lograron ver con sorpresa un espectáculo dantesco y atroz. Sin dejarse ver pudieron observar como un grupo de hombres semidesnudos tiraban al fuego, los restos de lo que parecía ser. . .

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